Una vida sin (dinero) ti

EL TRATO

Capítulo ocho.

Al pasar de los días seguía recordando esa fecha, ese último momento, ese último beso, esos ojos azules y ese cabello cobrizo. Casi inconscientemente, Noa era dueño de mis pensamientos tanto dormida como despierta. Y todos los días me hacía daño esperar cada minuto que atravesara la puerta y me dijera que todo había sido un pequeño desliz, algo que no demoró demasiado, y que ya estaba aquí. Estaba aquí para mí y yo para él como siempre lo quise. Pero las cosas no dejaban de ser iguales.

El asesor vino a verme de nuevo unas semanas después de su primera aparición. Me dijo que estábamos perdiendo personal, que éramos noticia y que todos en la compañía harían huelga si no recibían pronto su pago prometido.

─Entonces dales lo que están pidiendo ─mascullé como la única respuesta que encontré coherente.

Pronto empecé a preguntarme si realmente las cosas redundarían como el asesor decía, si la empresa quebraría ante el abandono y la falta de un jefe; si todo me caería encima... Quería poder hacer algo, pero nunca me anticiparon a ésta situacion, nunca me dijeron qué hacer si todos mis sirvientes y guías familiares me dejaban sola, nunca me enseñaron a nadar sin inflador. Y de negocios, de esas cosas que Noa sabía tanto como un hindú se sabe el Corán, yo no tenía ni la más mínima idea.

Casi todos los días hacía esa búsqueda expansiva en el cuarto de Noa por si llegaba a encontrar algo más respecto a su partida. Nunca hallaba mucho, en realidad, o nada. Pero éste día encontré algo me que comprimió el corazón: la cinta roja de la fiesta universitaria, que, aparte de ser roja también llevaba el número 21 a un costado: el mismo número que me había tocado a mí. Esa noche Noa no quiso decírmelo, pero incluso nuestros brazaletes indicaban lo que seríamos más adelante, lo que seríamos ahora si él no hubiera cometido semejante estupidez de marcharse sin más. Sin embargo, se me hacía difícil enojarme contra él, ni siquiera por dejarme en la ruina sin nadie que me salvara. Simplemente esperaba que todo esto durara poco y él regresara para salvarme.

La palabra "salvar", por un instante me hizo recordar al tipo del market (no sé por qué) y su misteriosa y repentina aparición. Casi parecía alguien enviado en el momento justo y exacto cuando más necesité una ayuda. Eso hacen los héroes, ¿no? Pero de héroe no tenía pinta, por supuesto. Sonreí al imaginar un superhéroe marginal como se veía él. Y de inmediato sacudí la cabeza echando a volar ese pensamiento.

Pero de pronto, encontré algo más: arrugado y hecho bolita, ¡hallé un billete de diez dólares! Casi grité de la emoción pensando en todo lo que podría hacer con efectivo hasta que... ¿Qué hace una con diez dólares? Dios mío, ni siquiera comida china, que sería una atrocidad. De hecho, lo único que podría comprar con diez dólares y que saciara mi depresión, sería comida chatarra y eso, eso era otro nivel.

No lo pensé demasiado, marqué al número de la pizzería más bonita que encontré en Internet, y ordené una pizza. No se preocupen, le aclaré al tipo que la hicieran especialmente para mí, luego de lavarse bien las manos y con los mejores ingredientes. Después de todo, era para la "heredera Wright".

Me sonrojé con lo ridículo que sonaba eso.

Treinta minutos después (tardó más de lo que debió), tocaron el timbre en el portón. Presionando un botón le permití pasar, y unos cuantos minutos después, tocaron la puerta. Era extraño tener que levantarse e ir a abrir por ser la única en casa, un completo fastidio. Pero todo ese mal genio desapareció convirtiéndose en una enorme sorpresa (si una sorpresa grata o irritante, no lo sé), cuando descubrí tras la puerta esos ojos avellanados y una media sonrisa: el tipo del market sosteniendo mi pizza delante de sí, sin gorra y sin peinar también, ese cabello oscuro que, en realidad, no hacía falta peinar.

De pronto olvidé su nombre.

Me crucé de brazos elegantemente, mirándole réproba.

─¿Debo interpretar esto como acoso? ─dije, con una suave molestia.

─Tú pediste la pizza, yo quería volver a verte, así que... ─se encogió de hombros. Y aún sus chistes los lanzaba tan directos y con tanta seriedad, que una se creía todo lo que dijera.

─Así que ─acentué─, ¿eres repartidor de pizzas?

─No ─respondió rápido─. Soy el dueño de la pizzería.

No pude evitar soltar una risa petulante.

─¿Así que eres dueño de un establecimiento tal, y usas esos zapatos, cariño?

─Prefiero la comodidad, cariño ─entonó con ironía.

─¿Esperas que me crea eso? ─Parecía, pero no era una pregunta.

─Espero que dejes de verme de arriba abajo como si fuera un delincuente.

Su respuesta fue contundente y muy serena. Sin embargo yo quise seguirle el juego a la ironía.

─No, no, ya sé. Porque por lo que me he enterado, eres dueño de una pizzería ¿cierto?

Se sonrió juguetón.

─Y por lo que me he enterado yo, señorita, no acostumbras comer estas cosas, ¿cierto? ─Otra vez esa ridícula entonación.

─No tengo dinero, entérate también de eso. Ah, no, ya lo sabías. Así que mejor toma tu billete y lárgate. ─Le extendí el arrugado billete y con la otra mano tomé la pizza.

─Guárdalo mejor ¿vale? No siempre tendrás la suerte de encontrarte con dueños de pizzerías dispuestos a entregar órdenes especiales.

─Demasiado amable, gracias. ─Me sonreí sarcástica.

Él dio pasos en retroceso, no llevaba ropa de repartidor, sólo era casual. ¿Qué clase de broma era ésta?

─Te haría bien ser menos gruñona ─dijo en eso─. Así llegarás a los treinta sin arrugas.

─Eres un imbécil. ─Lo fulminé con los ojos.

─Imbécil fue Jonah Wright, linda, por haber abandonado una chica tan hermosa como tú.

Una amplia sonrisa iluminó su rostro y entonces se dio vuelta echando a trotar hasta su camioneta allá en el portón.

─¡Oye! ─lo llamé en un grito que hasta a mí me pareció ridículo. Él se giró a lo lejos─ ¡Olvidé tu nombre!




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