Una vida sin (dinero) ti

LA LLEGADA DEL MILLONARIO

Capítulo diez.

Por más increíble que parezca, pensé que sería una mejor opción ir a la casa de Abel antes que al departamento de Derian. Eso, una hora después de que me quedara dormida en el pasillo y despertara tan sobresaltada como si fuera en bus y me hubiese perdido la parada.

Después de todo, el asunto del desconocido en la mansión se fue rápido de mi cabeza una vez que salí al exterior y sentí la frescura de un nuevo día, lleno de nuevas posibilidades. Era mejor así, era mejor dejar de esperar a Noa.

Cuando llegué a la "casa de Abel", me quedé mirándola desde la acera. Había ido a ese lugar muy pocas veces, y casi ninguna valía porque no tuve tanto tiempo como para detallar la casita. Sí, era una casita, una muy fea en la que se veía a montones que no existía nadie que velara por ella. 

El patio frontal era meramente tierra, y el sendero de concreto hasta el pórtico estaba agrietado. La pintura era de un azul muy apagado, muy gastado; y los vidrios de las ventanas tenían esa capa amarilla que se les hace por el frío y la suciedad, y sobre todo, la falta de limpieza. Sin embargo, en comparación a las demás, la casa era muy silenciosa. Sólo podía oírse el ruido de un televisor sonando infinitamente desde algún cartucho, donde tal vez estaban sentados dos tipos en un sofá, siempre portando un arma en el pantalón, con ese aspecto de delincuentes a los que yo les temía antes; y todavía, pero mejor llamémoslo respeto.

Éstos son los que cuidan a las chicas (o más bien mantienen las cosas en su lugar, porque de las chicas no cuida nadie más que ellas mismas), mientras Abel o Agnes no están, que es casi siempre. 

Se podría decir que uno de ellos es un poco más amable que el otro, viéndolo del modo que "el otro", es un drogadicto despiadado y frito, siendo entonces que el primero no difiere demasiado. Pero sí lo suficiente como para por lo menos dirigirte la palabra, por lo menos para interrogarte.

La luz de la mañana perforó la estancia una vez que se abrió la puerta con un molesto chirrido, pero primero lo alumbró a él y a su piel lechosa, cabello naranja en ondas y ojos verdes; una barbita rubia muy menuda y los brazos llenos de tatuajes coloridos; lo más obvio, el ceño fruncido. Traía una camiseta de Hard Rock vencida por el uso, y que aún en ese tono gris lavado, resaltaba sobre su tez blanca.

Era bastante extraño que fuera de rasgos tan finos y perteneciera a éste mundo. Sin embargo, a pesar de dichos "rasgos" nada le quitaba lo que era gracias a esa actitud que caracteriza a cualquiera delincuente, de una autosuficiencia que respira "peligro".

─¿Qué quieres? ─me preguntó evaluativamente.

Y él era el amable, pensé.

Mientras traté el explicar algo (no sabía ni cómo decirle a qué venía, ni qué quería), atrás de él se asomó Gartze, tal vez reconociendo mi voz desde adentro. 

─Es Mae, déjala pasar ─dijo, a espaldas del tipo. Éste giró la cabeza tan sólo un poco hacia ella con indiferencia y murmuró:

─¿Y es su nombre lo que me debería importar?

─Carter, por Dios. Trabaja en el Jouvay, es amiga de todas ─explicó ella con algo de autoridad─, y de Agnes también. 

─¿Amiga de Agnes? ─musitó él sonriendo con la mitad de su boca, y bajó los ojos recorriéndome de arriba abajo sólo dos segundos, con recelo.

Un momento después ladeó la cabeza del otro lado, se abrió paso luego de dirigirme una mirada matadora, y entonces se largó dejando ante mi vista únicamente a Gartze, que volcó los ojos cuando se fue. Luego se cruzó de brazos y asomó una ligerísima sonrisa en su cara de cansancio permanente, mientras me dijo, con voz pícara:

─¿No has vuelto con el estafador, cierto?

No supe si reír o llorar.

Una vez entré a aquel espacio reducido y lleno de cajas vacías, de muebles sin ningún orden, el odioso ruido del televisor transmitiendo un partido de fútbol, ninguna luz artificial más que la natural que entraba por las ventanas, un olor terrible a tabaco y otras cosas, Gartze me llevó al cuarto de las chicas. Era un poco más amplio de lo que se veía la casa, con varias camas literas que daban la apariencia de esos campamentos en cabañas, o esos cuartos en el ejército. 

Para éste momento, sólo había pocas de ellas, incluyendo a Dakota, la pequeña hija de Abel que vivía como una de las chicas, aprendiendo sus costumbres y preparándose tal vez para convertirse en lo mismo dentro de unos pocos años. Y eso ya era una atrocidad. 

Con la niña había tenido oportunidad de hablar algunas veces, las que había sido llevada al Jouvay sólo por no dejarla sola en casa, como si eso fuera una mejor opción. Después de todo, la vida de la pequeña ya estaba marcada por este oscuro mundo, y por lo poco que podía ver, ella se encontraba más que sumergida en él. Lo notabas fácilmente con sólo mirar la ropa que usaba y la manera como hablaba. Eso sí, era una de esas niñas de catorce con las que se puede tener una verdadera conversación y asegurar que soltará absolutamente todo lo que tenga en la cabeza. 

Cuando me vio, vino hacia mí tras un salto de su pequeña cama y me estrechó en un abrazo. El resto de ellas, sólo Blanche y Becca, se encontraban en otro espacio del cuarto haciéndose las uñas entre sí. A pesar de irrumpir en su privacidad (en realidad no hay manera de que una prostituta conste de eso llamado "privacidad"), me recibieron de la mejor manera, con gratas sorpresas y sonrisas

─¿Vas a quedarte ésta vez, verdad? ─inquirió Dakota en una mirada esperanzada─ Porque tengo mucho de qué hablarte.

─¿Qué podría ser? ─murmuró Gartze sin entonación, con mucho sarcasmo, echándose en un silloncito.

Yo procedí a sentarme al borde de la cama junto a Dakota, que había reclinado la espalda de la cabecera y la sonrisa no se le borraba de la cara. 

─¿Ocurrió algo en casa, Mae? ─preguntó Blanche inquisitiva, levantando la vista sólo un instante de las uñas de su compañera. Era pequeña; lucía únicamente si la montabas en un par de tacones. Y también si la maquillabas a tonos oscuros, porque el cabello blanco en su tono de piel, la hacía ver como una totalidad de palidez sin color. A eso se debía su apodo.




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