12 de febrero de 2017.
En mi décimo cumpleaños, le pregunté a mi madre la razón de estar en el mundo.
Me respondió con un simple “todo en esta vida tiene un propósito, los planes de Dios son perfectos”.
Y mi duda siguió sin resolverse, porque por más que trataba de buscar respuestas, aún no entendía como es que la mayoría de las personas con las que había charlado, aseguraban que todos veníamos a este mundo por alguna razón. Si de verdad nacíamos con un propósito, ¿cómo íbamos a saber cuál era? ¿por qué a mis 10 años aún no sabía para qué carajos fui enviada al mundo?
Obviamente, mi madre me tachó de loca cuando le dije que tal vez yo no tenía ningún propósito y mi nacimiento había sido un error. Y no es que fueran simples conjeturas mías, pues sabía muy bien las razones para pensar de esa manera.
Y una vez más, lo estaba confirmando.
Mis manos temblaban y todo mi cuerpo se sentía pesado anticipándose a los hechos. No quería llorar, mis padres estaban viendo la televisión y no quería alertarlos con mis lloriqueos, por lo mismo, me obligué a tragarme todas y cada una de las lágrimas que amenazaban con salir.
«Ojalá te mueras, puta de mierda»
Esas palabras no dejaban de resonar en mi mente, me torturaban y no precisamente por lo que deseaban, me dolía saber quién era la persona que las había pronunciado.
Ahora, a mis 16 años, seguía sin saber la razón de mi existencia, después de un tiempo, llegué a la conclusión de que Dios o el universo se habían equivocado conmigo o quizás se les olvidó mandarme con un propósito. Sin embargo, no quería morir. No me daba miedo morir, pues sabía que era algo inevitable, la vida era efímera y la muerte tarde o temprano llegaba.
Pero nunca conté con que yo misma la buscaría.
Limpié una lágrima que se negó a permanecer en su lugar y me levanté de la cama, abrí la gaveta de mi ropero y busqué mi mas preciada posesión.
La navaja que le había robado a mi mejor amiga, lucía preciosa y ansiosa por hundirse en mi piel y ayudarme a ponerle fin a mi errónea existencia. La tomé entre mis dedos y la admiré un poco más de cerca. Después de unos minutos, la dejé sobre la cama y tomé mi móvil para reproducir mi canción favorita.
Al menos tenía la certeza de irme escuchándola.
No les enviaría ningún mensaje a mis amigos, pues no quería que trataran de detenerme, quizás dolería menos para ellos y esperaba que fuera así. En mi última conversación con ellos planeamos una salida para la próxima semana y esperaba que no me echaran tanto de menos.
¿Estaba siendo egoísta? Tal vez.
Me había pasado muchas horas analizando lo que haría, pensé en no hacerlo, incluso pensé en seguir adelante a pesar de toda la mierda, pero ya no quería llorar todas las noches y tener las mismas pesadillas de siempre. El dolor emocional se estaba convirtiendo en algo físico y no sabía que era peor. Mi decisión no había sido tomada por impulso, caí en lo más bajo y después de analizar todos los escenarios posibles, me había dado cuenta de que mi vida estaba jodida y nunca podría salir de esa mierda.
Así que sí, estaba siendo egoísta con todos mis amigos, pero por primera vez estaba pensando en mí. Ya no quería sufrir, no quería seguir llorando por culpa de alguien que jamás se había preocupado por mí y ahora estaba más que feliz junto a la persona que se había encargado de hundirme más y matar todas mis esperanzas.
No me consideraba una cobarde, porque para tener 16 años, esta situación me sobrepasaba, yo debería estar disfrutando de mi adolescencia, riendo y saliendo con mis amigas; sin embargo, estaba a punto de ponerle fin a mi sufrimiento y de verdad esperaba que mi historia y el problema que se había desencadenado a causa mía, muriera conmigo.
No necesitaba despedirme de nadie, a excepción de una persona.
Salí de mi habitación y toqué a la puerta de la que estaba frente a la mía.
—Adelante —respondió casi al instante—. ¡Hola, Lyra!
Daveth estaba sentado en el sofá junto a su cama y estaba reparando una de sus tantas bocinas.
—Hola, Dave —tomé asiento en la silla de su escritorio—. ¿Te falta mucho?
—Ya no mucho, solo tengo que conectar unos cables y queda listo. ¿Quieres ayudarme?
—Quizás más tarde —dije, sabiendo que eso sería imposible y fingí mirar algo en el techo cuando sentí las lágrimas llenar mis ojos —. Ahora tengo unas tareas pendientes.
—No pasa nada, más tarde puedes acompañarme a reparar el de tía Briana.
—Está bien.
Me quedé unos segundos observando como conectaba cada cable de manera meticulosa y me aclaré la garganta para hablar.
—Tengo que irme, sigue así y pronto serás un gran ingeniero —me acerqué para darle un abrazo fuerte y un beso en la frente—. Te amo con todo mi corazón, no lo olvides.
—Te amo más, Lyra.
Salí de su habitación con un doloroso nudo en la garganta y solo le pedía al universo que mi hermano menor corriera con mejor suerte y mis padres no lo obligaran a alejarse de ellos. Supliqué también para que mi partida no le afectara tanto y pudiera cumplir sus sueños.