Under My Wings

29-. Sangre, sudor y lágrimas

¿Compañeros de entrenamiento? Debo admitir que, de todos los perfiles de personas que se me pudieron pasar por la cabeza, ella ni siquiera estaba entre las posibilidades.

—Antes de comenzar, te daré un recorrido por la zona —indicó la chica.

Asentí como respuesta, y caminamos hasta el otro lado de la habitación, donde se erigían tres enormes puertas de metal. A continuación, Larissa se dirigió a la primera y esta se abrió automáticamente, permitiéndonos entrar a lo que parecía ser un gimnasio de lujo. El suelo estaba hecho de mármol y gran parte de las paredes estaba cubierta de espejos; a su vez, había varias barras para hacer pesas, mancuernas, bancas, bicicletas estáticas, caminadoras e incluso un sauna al fondo.

—Como habrás notado, esta es la zona de acondicionamiento físico —explicó, mirándome con sus brillantes ojos verdes—. Puedes entrenar aquí cuantas veces quieras, y la mejor parte es que todo el equipo está hecho de materiales ignífugos.

—¿Ignífugos? A menos que venga un pirómano, no lo veo necesario.

—Te sorprendería saber la cantidad de accidentes que evitamos gracias a eso —afirmó—. Cuando un Igmis se sobre esfuerza, su cuerpo automáticamente se envuelve en llamas, y pocas cosas requieren tanto esfuerzo como un entrenamiento intensivo.

—Comprendo, pero ahora tengo otra duda, ¿dónde está todo el mundo? —inquirí, al darme cuenta de que éramos los únicos presentes.

—En el sauna, la mayoría solo viene a relajarse —negó con la cabeza—. Son un montón de perezosos.

—La verdad es que no suena tan mal, quizá venga luego de entrenar.

—No creo que te queden energías para venir hasta acá —dijo en tono burlón—. Ven, te enseñaré la siguiente zona.

Cruzamos la salida del gimnasio, y esta vez me condujo a la puerta del medio que, al igual que la anterior, se abrió por sí sola cuando nos acercamos. Esta conducía a un enorme pasillo rocoso, en cuyo centro se hallaba una pequeña cabina negra con cristales polarizados.

Al acercarnos a ella, uno de los vidrios se volvió transparente, y observé que al otro lado del cristal se encontraba un chico alto, atlético, con un despeinado cabello rubio y ojos negros. Este vestía con un uniforme negro al cuerpo y se tomaba selfies haciendo diferentes muecas.

—Hola, Kevin —lo saludó Larissa, llamando su atención—. ¿Tienes alguna sala disponible para nosotros?

—Hola, cariño —respondió él con tono afeminado, a la vez que me miraba de reojo—. Claro que sí, tengo la tres y la siete.

—La tres es perfecta, gracias.

—Aquí tienes las llaves —indicó, entregándole un llavero de color plateado—. Diviértanse, pero no demasiado.

La chica me condujo a través del pasillo hasta llegar a la puerta correspondiente, y al entrar, noté que era una habitación bastante particular. A diferencia de todas las anteriores, estaba totalmente pintada de color negro, de manera que no se distinguían las paredes del techo. Al fondo, se hallaba una cabina con un ordenador bastante moderno, micrófonos, uniformes, cascos con viseras polarizadas, audífonos y equipos que parecían ser extremadamente caros.

—Sé lo que te estás preguntando —sonrió—. Estamos en una sala de simulaciones holográficas.

—¿A qué te refieres?

—Es muy simple —comenzó a explicarme—, introduzco algunos códigos en la computadora, selecciono un escenario, y puedo crear una realidad virtual para entrenarte. También es posible crear personajes para que ayuden o ataquen, ¿quieres probar?

—Suena genial, ¿qué debo hacer?

—Solo ponte esto —me extendió uno de los cascos y agregó—: Tiene micrófono y audífonos incorporados para poder comunicarnos.

—Vale, ¿algo más?

—Ten presente que los hologramas pueden dañarte físicamente, así que no bajes la guardia ni un instante.

Dicho esto, me quité la camiseta y los zapatos para más comodidad, los acomodé en un rincón, y luego me coloqué el casco. Era bastante ligero y se ajustaba a mi cráneo con facilidad, pero tenía un inconveniente: la visera no me dejaba ver nada.

En ese momento, escuché una breve estática a través del auricular, seguida de un pitido.

—¿Puedes oírme? —preguntó mi compañera a través de aquel artefacto.

—Perfectamente —asentí—. ¿Es normal que esta cosa disminuya mi visión?

—Esa es la idea —no fue necesario mirarla para saber que sonreía—. Ahora dime, ¿prefieres pasear por las calles de Nueva York o las de Venezuela?

—Nueva York es muy cliché, optaré por la segunda opción.

—Muy bien, dame unos segundos —escuché cómo tecleaba algo—. Listo, diviértete.

En un abrir y cerrar de ojos, estaba de pie en el medio de una autopista llena de baches. Varios vehículos venían a toda velocidad hacia mi dirección, y al verme, comenzaron a tocar el claxon.

—¡Quítate de ahí, mamagüevo atravesado! —gritó un conductor que pasó a centímetros de mí, y corrí hacia la calzada para evitar ser atropellado por los demás autos.

—¿Dónde está la policía? —murmuré, con la mirada puesta en una señal de tráfico—. Es ilegal circular a esa velocidad.




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