La lluvia caía con suavidad sobre las calles empedradas de Londres, y las luces de los faroles se reflejaban en los charcos como diminutas estrellas que brillaban solo para quienes sabían mirar. Oliver caminaba con la cámara colgada al cuello, capturando la magia silenciosa de la ciudad mientras el frío húmedo le rozaba las mejillas.
Enola, con su diario en la mano, buscaba un lugar donde refugiarse de la llovizna. Los cafés cercanos ofrecían un olor cálido a café recién hecho y pasteles, un pequeño alivio frente al gris de la tarde londinense. Fue entonces que sus caminos se cruzaron bajo un farol antiguo, donde la luz bañaba la esquina de la calle como si quisiera iluminar el instante.
—Perdón… —dijo Oliver, levantando la vista de su cámara—. No quería mojar tu diario.
—Está bien —respondió Enola, con una sonrisa tímida, cerrando su cuaderno—. Londres siempre encuentra la manera de empaparnos, ¿no crees?
Oliver sintió un extraño calor en el pecho. La voz de Enola era ligera, como un susurro que flotaba entre la lluvia, y sus ojos brillaban con curiosidad y vida.
Caminaron juntos bajo un paraguas compartido, mientras las campanas del Big Ben sonaban a lo lejos, marcando la hora en un ritmo que parecía acompasarse con los latidos de sus corazones. Hablaron de cosas simples: sus lugares favoritos, cafés escondidos, la sensación de la lluvia sobre la piel. Pero entre cada palabra, surgía una conexión invisible, una chispa que ninguno de los dos esperaba.
—Me gusta cómo ves Londres —dijo Enola, mirando las luces reflejadas en los charcos—. No todos la notan de esta manera.
—Supongo que la gente rara vez mira con atención —respondió Oliver—. Yo… yo intento encontrar la belleza donde otros solo ven gris.
Enola sonrió, y por un instante, el mundo alrededor desapareció. Solo estaban ellos, la lluvia, los faroles y un instante que prometía convertirse en recuerdo.
Cuando llegaron a un puente sobre el Támesis, se detuvieron a contemplar el río que reflejaba las luces de la ciudad. Oliver sacó su cámara y capturó la escena, sin darse cuenta de que lo más bello no estaba en la ciudad, sino en la joven que reía a su lado, con la lluvia bailando en su cabello.
—Gracias por compartir el paraguas —dijo Enola, suavemente.
—Gracias a ti por caminar conmigo —respondió Oliver—. Me alegra que la lluvia nos haya hecho coincidir.
Y mientras continuaban su paseo, bajo la bruma y las luces de Londres, ambos sintieron que algo nuevo comenzaba, un vínculo delicado y efímero, que prometía dejar huella en sus corazones.
#1761 en Otros
#351 en Relatos cortos
#4928 en Novela romántica
los sueños se hacen reales, se revelan con cada farol, entre luces y sombras surge un gran amor
Editado: 22.10.2025