—¡Amelia! ¡Amelia! ¿Dónde se habrá metido esta chiquilla...?
Una risa se pierde entre las sombras mientras el eco de unos pasos ligeros rebota en las paredes de concreto agrietado. Desde lo alto de un edificio medio restaurado, una silueta ágil de cabello anaranjado se asoma brevemente al borde del tejado.
—¡Por acá, a ver si me alcanzas! —grita ella con una sonrisa traviesa, mientras escala la siguiente estructura sin esfuerzo.
Las luces artificiales del sector parpadean con un zumbido eléctrico. En la calle, un uniformado vestido con la armadura estandarizada de vigilancia Filitoi alza la mirada, frunciendo el ceño.
—¡Oye, baja de ahí, chiquilla! —gruñe, mientras activa un cañón portátil anclado a su antebrazo.
Ella solo se ríe y le saca la lengua.
—¡Última advertencia!
Sin esperar respuesta, el soldado dispara. Dos esferas conectadas por un filamento de energía chispeante salen disparadas en dirección a la muchacha. Ella alcanza a ver el destello y se lanza hacia un costado. Las esferas chocan con el borde del edificio, estallando en una ráfaga de chispas que ilumina su silueta en el aire antes de que desaparezca entre los techos.
Baja por una tubería oxidada y se pierde entre la multitud que circula entre los puestos de suministro. Los Filitoi no se atreven a disparar dentro de la zona civil, al menos no sin causar más papeleo.
Al llegar a casa, empuja la puerta sin hacer ruido. Su mochila cuelga floja de un hombro.
—¿Dónde estabas? —pregunta su padre desde la cocina, un hombre corpulento, de rostro curtido y ojos cansados.
—Solo daba la vuelta por ahí —responde Amelia, evitando su mirada mientras cierra la puerta con disimulo.
Sube las escaleras y entra a su cuarto. De la mochila saca una manzana medio golpeada y se deja caer sobre la cama. Le da un mordisco, luego otro, hasta que solo queda el corazón. Con los dedos juega a hacerlo girar frente a la ventana.
Afuera, la luna se levanta lentamente, filtrando su luz pálida entre las torres de concreto y las cúpulas Regerium que dominan el horizonte.
—Buenas noches, cariño —dice la voz apagada de su padre desde el pasillo.
—Buenas noches, papá —responde ella sin despegar los ojos del cielo. Su voz no es más que un suspiro.
Él la observa por un momento desde la puerta. Luego se retira sin decir nada.
Cuando los pasos de su padre se pierden, Amelia toma su mochila, abre la ventana y se desliza al exterior. Como un reflejo, se echa a correr por los tejados del distrito, esquivando ventilas, saltando cables, como si cada paso la alejara del mundo que la ahoga.
Llega a una torre de vigilancia abandonada. Trepa con agilidad y se sienta en la cornisa más alta. Desde ahí, la ciudad se extiende como una jaula brillante y asfixiante. Mira en silencio por unos minutos… y se queda dormida bajo las estrellas artificiales del domo central.
Cuando despierta, el sol aún no ha roto del todo la neblina gris que cubre el cielo. Desciende de la torre con cuidado. Sus pies tocan el suelo y comienza a caminar, con la mirada perdida y las manos en los bolsillos vacíos. En una de las esquinas choca con un hombre que no dice nada. Amelia tampoco. Solo sigue caminando.
—Vaya que tengo hambre… —murmura, al tiempo que palpa sus bolsillos buscando algo de suerte. Nada.
Se detiene frente a una panadería. El aroma cálido del pan recién horneado la golpea como una bofetada dulce. Se queda unos segundos oliendo desde afuera, con la nariz apenas asomada al marco de la puerta.
Entra sin pensarlo. Nadie la nota.
Sus pasos son leves. Pasa junto a los estantes y, con un movimiento rápido, desliza una pieza de pan bajo su overol. Sale sin mirar atrás.
Camina hasta una fuente, medio seca pero aún útil para esconderse. Se sienta, saca el pan y empieza a comer en silencio, como si el bocado fuera un premio robado al propio mundo.
Cuando termina, se limpia las manos en el pantalón, se pone la mochila al hombro… y emprende el camino de regreso a casa.
Al llegar a casa, Amelia se desliza directo a su habitación. Deja caer la mochila como si le pesara el doble de lo normal y se desploma sobre la cama sin siquiera quitarse los zapatos. Estira la mano y enciende el televisor con un clic.
La pantalla ilumina la habitación con un tono azulado. Una voz neutra, sin emoción, narra las noticias con la típica entonación filtrada de los canales controlados por los Regerium.
"Este ciclo se inaugurará la primera Unidad de Asistencia Centralizada para Tareas administrativas y sociales. El sistema reducirá errores, optimizará recursos y reforzará la cooperación inter-especie."
Amelia frunce el ceño. La toma abierta muestra un edificio blanco, frío, vigilado por centinelas. Casi todo el consejo Filitoi en formación. Los humanos en el encuadre... parecen de utilería.
—Claro... van a agilizar todo. Más rápido, más perfecto. Y de paso, más inútiles nosotros —susurra, apenas moviendo los labios.
Apaga el televisor con un zumbido breve. El silencio que deja atrás pesa más que cualquier ruido.
Amelia sube por la ventana hasta el tejado. Se tumba boca arriba y observa el cielo plomizo, sin estrellas. Solo las luces fijas de los drones de patrullaje que cruzan en línea recta, como si vigilaran una ciudad ya rendida.
Se queda dormida sin querer, con una mano sobre el pecho y la otra colgando hacia el abismo de concreto.
Un portazo lejano la hace despertar.
Amelia se incorpora de golpe, baja con rapidez y ve a su padre entrando. El cansancio se dibuja en cada línea de su rostro.
—¿Cómo te fue, papá? ¿Encontraste algo?
El hombre niega con la cabeza. Se deja caer en la silla como si el día entero le colgara de la espalda.
—Nada, hija. Hay trabajo, claro… pero solo quieren obreros, operarios, recicladores… y yo… yo no puedo —murmura, mirando sus propias manos con un resentimiento callado—. Pasé media vida construyendo cosas, diseñando, enseñando... y ahora quieren que cargue cajas.
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Editado: 14.08.2025