Unidad 0: La mente de los ausentes

En los márgenes de lo humano

El sonido metálico se detuvo en seco.

Luego, un golpe seco contra la puerta.
Amelia se encogió aún más.

Segundo golpe. Más fuerte. El metal retumbó como una campana hueca. El marco crujió.

Ella contuvo la respiración. Su cuerpo temblaba entero.

Un tercero.
Y esta vez, no fue solo fuerza: fue cálculo.
Un zumbido eléctrico atravesó la cerradura rota. El picaporte cayó al suelo con un sonido seco, como un diente roto.

Amelia apretó los ojos.

Sintió que las piernas no le respondían.

Silencio.

Después, un clic lejano. Como si algo, o alguien, hubiese recibido una orden… y decidido ignorarla.

Los pasos… se alejaron.

No entendía por qué. No quería entenderlo.

Solo sabía que seguía viva.

Esperó. No sabía cuánto.
Solo que, cuando intentó moverse, sus músculos no respondieron. La adrenalina la había vaciado. Estaba ahí, tendida en el suelo, con la cara pegada a las baldosas frías, la espalda contra el mostrador, la boca seca.

Temblaba.

Quiso llorar, pero no tenía más lágrimas.

Quiso correr, pero no tenía más fuerzas.

Solo cerró los ojos.

Y el sueño llegó. No como descanso, sino como rendición.
Como un apagón.

La primera sensación fue el vacío. Un silencio denso, viscoso, como si el aire mismo se hubiera detenido.

Luego, una imagen fugaz: el reflejo de su padre caminando entre ruinas, difuso, sin girarse, envuelto en un resplandor blanco que se deshacía en cuanto intentaba alcanzarlo. Amelia gritaba, pero en su garganta solo vibraba un eco hueco, sin voz. El suelo se quebraba bajo sus pies y algo invisible la arrastraba hacia atrás, lejos de él, lejos de todo. La impotencia ardía como fuego en los músculos, y su cuerpo era una jaula sin salida.

Despertó de golpe. La frente empapada en sudor. El pecho agitado. Un espasmo recorriéndole la espalda como si acabara de caer desde una gran altura.

No supo cuánto tiempo había estado dormida, pero todo le dolía: los codos, las rodillas, la nuca. Seguía acurrucada detrás del mostrador donde se había refugiado, como un animal aterrado, encogida sobre sí misma, con los dedos aún crispados. Afuera no se oía nada. Solo un zumbido lejano, metálico, parecido al que hacen las luces fluorescentes cuando están a punto de morir.

La tienda estaba igual que antes. Polvo suspendido en la luz grisácea que entraba por una claraboya, y el eco tenue de su propia respiración. Se quedó quieta por varios minutos, sin moverse, como si el mundo pudiera quebrarse con un solo gesto mal hecho. Todo seguía en su sitio. Ninguna puerta forzada. Ningún paso. Ningún susurro.

Y sin embargo, el miedo no se había ido. Había mutado en otra cosa. Algo más delgado, más silencioso… más constante.

Tragó saliva. Sentía la lengua reseca, pegada al paladar. El estómago vacío le dio una punzada sorda que la obligó a doblarse un poco. Pero el hambre era lo de menos.

El rostro de su padre, aunque difuso, seguía impreso en su mente. No como en los días tranquilos. No como en los recuerdos que alguna vez le trajeron consuelo. Ahora estaba cubierto de sombra, casi sin rasgos, como si su memoria empezara a deshacerse. Y eso dolía más que todo lo demás.

Quiso llorar, pero no pudo.

Su cuerpo estaba agotado de sentir.

Revisó la mochila. Seguía con ella. Aún tenía algunas latas, una botella de agua. El tubo metálico descansaba al costado, rayado, con una ligera marca oxidada donde había golpeado algo. No parecía muy útil, pero al menos le ofrecía la ilusión de tener una defensa.

Debía moverse.

Ese lugar había sido un refugio, sí, pero también era una trampa esperando a cerrarse. El Regerium no dejaba cabos sueltos, y aunque no la hubieran encontrado aún, no tardarían en volver. Cada segundo que pasaba en ese local era una moneda lanzada al azar.

Se levantó con lentitud, sintiendo cómo las piernas le pesaban más que el cuerpo entero. Se apoyó contra el mostrador, respiró hondo, y al fin caminó hacia la entrada. La puerta seguía semiabierta, colgando de un solo eje metálico. Afuera, el viento arrastraba hojas secas y restos de bolsas que parecían fantasmas arrastrados por el suelo.

El cielo estaba cubierto por un gris turbio, sucio, como si la ciudad entera se hubiese quedado sin alma. Las calles no eran las mismas. O quizás ella ya no podía mirarlas igual.

Sabía que tenía que irse. Que no podía quedarse a esperar. Pero no sabía a dónde.

Hasta que recordó una conversación vieja, casi olvidada. Su padre hablaba del límite norte del sector como una zona inútil para el Regerium. Una franja industrial abandonada, llena de estructuras viejas y fábricas vacías que nadie se molestaba en patrullar.

—A veces no hace falta que algo esté prohibido —decía él—. Basta con que esté olvidado para volverse peligroso.

En ese momento, la frase resonó como una advertencia… y como una oportunidad.

Si iba a escapar, ese sería el lugar por donde empezar.

Ajustó los tirantes de la mochila, bajó la cabeza, y dio el primer paso. Las suelas crujieron sobre el concreto sucio. La ciudad, tras ella, parecía contener el aliento.

La ciudad no crujía. No respiraba. Solo se estancaba, como una herida cerrada en falso.

Amelia caminó con pasos amortiguados, los ojos en constante vaivén, como si el peligro pudiera deslizarse entre las grietas de las paredes. A cada cuadra, el aire parecía volverse más espeso, más denso, como si la arquitectura misma intentara sofocar cualquier pensamiento de huida. La bruma gris que colgaba sobre los edificios no era niebla natural. Era humo viejo, polvo no removido desde hacía días o semanas. Nada se movía. Ni siquiera el viento.

Las calles por donde pasaba solían estar llenas de obreros a esas horas. Gente cargando cajas, reparando cableado, transportando piezas de ensamblaje para estructuras que nadie sabía si algún día servirían de algo. Ahora solo quedaban huellas de arrastre, marcas de neumáticos en el concreto seco y charcos aceitosos con reflejos tornasolados. Ninguna voz. Ningún sonido mecánico. Solo el eco de sus propias pisadas, multiplicado por los muros vacíos.




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