Unidad 0: La mente de los ausentes

Lo que aún se mueve

Desde la azotea rota de un complejo habitacional abandonado, Amelia se mantenía agazapada entre el concreto agrietado y las sombras que proyectaban los muros vencidos por la humedad. El viento agitaba las lonas colgantes de estructuras lejanas, como si alguien respirara a lo lejos, detrás de todo eso. Sam estaba a unos metros de ella, recostado contra una columna de hierro corroído, con la capucha caída hasta la mitad del rostro. No hablaban. No lo hacían casi nunca. Pero compartían ese lenguaje mudo que se instala entre dos personas que han visto demasiado en poco tiempo.

El sol no salía, pero la luz existía. Una luz gris, de esas que parecen contener más polvo que calor. A lo lejos, más allá de las líneas oxidadas del tendido eléctrico, se oía el zumbido constante de drones. No los grandes, no los de vigilancia territorial. Estos eran otros. Más pequeños, más sutiles. Casi no dejaban sombra al pasar.

Amelia ya había aprendido a reconocerlos.

No sobrevolaban por patrullaje.

Volaban… como aviso.

Cada que esos drones aparecían, alguien desaparecía.

Y cuando se iban, el silencio parecía pesar más.

Sam sacó algo de su mochila: una libreta pequeña, con la cubierta sucia y bordes deshechos. Empezó a trazar líneas, círculos, flechas. Mapas sin calles. Rutas sin nombres. Solo patrones. Amelia no necesitaba que le explicara. Llevaban tres días turnándose en las alturas, siguiendo con la vista la secuencia invisible que unía a esos drones con las camionetas blindadas que les seguían. Había una lógica. Una coreografía de desaparición.

Los vehículos eran distintos a los del Regerium habitual. Sin luces nítidas, con esos grandes neumáticos y el motor que no sonaba como los otros. Emitía un zumbido bajo, casi subterráneo. Y nunca se detenían más de unos segundos. Entraban a zonas periféricas, se llevaban a alguien… y desaparecían por rutas que no aparecían en ningún plano.

Amelia entrecerró los ojos y apoyó la barbilla en sus brazos cruzados.

Abajo, cerca de un mercado en ruinas, tres figuras caminaban apuradas, cabizbajas. Un niño iba entre ellas. Lo alzaban para cruzar un charco ennegrecido. Entonces, como si alguien hubiera activado un protocolo invisible, un dron pasó sobre el área. La figura proyectada en su parte inferior era apenas un destello: un rostro. Alguien. Y el niño… dejó de avanzar. Levantó la mirada. Luego, todos corrieron.

Minutos después, uno de los vehículos sin insignias dobló la esquina.

Y nada quedó allí.

Solo el charco, más quieto que antes.

Sam cerró la libreta sin decir nada. Amelia tampoco preguntó.

Solo se cruzaron una mirada rápida. Pesada. Como si en ese instante ambos supieran que estaban a punto de dejar de observar para empezar a intervenir.

Los zumbidos regresaron al día siguiente. No tan temprano como antes. Era como si supieran cuándo mirarían. Amelia y Sam ya no hablaban del horario; simplemente subían a la misma hora, al mismo sitio, y aguardaban. A veces pasaban una hora sin que nada ocurriera. A veces, todo sucedía en diez segundos.

Esta vez, el zumbido no venía solo.

Un par de drones descendieron desde el techo de nubes sucias que cubría el sector, flotando con una estabilidad antinatural, como si no obedecieran al viento. Eran más grandes que los comunes, y más lentos. No exploraban: anunciaban.

Del centro de cada uno se desplegó una proyección irregular, como una bandera electrónica ondulando con datos mal sincronizados. Aparecieron imágenes: rostros humanos pixelados, deformados por el mal escaneo, seguidos de códigos fragmentados y frases incompletas. Nombres. O lo que quedaba de ellos. Una voz sintética, descompuesta por la estática, repetía cada nombre con pausas mecánicas. Sin emoción. Sin juicio. Solo ejecución.

—Mira eso —dijo Amelia en voz baja, sin apartar la vista.

Sam no respondió.

Desde los flancos del callejón surgieron figuras que no deberían estar ahí. Altas, rígidas, con sus trajes blancos y toques dorados y el símbolo del Regerium que parecía que palpitaban con luz interna. Eran cuatro. Tal vez cinco. No caminaban: avanzaban con un ritmo que no era humano. Como una coreografía pensada para eliminar la duda.

La gente comenzó a salir. No como huida. No como estampida. Como si hubiesen escuchado un silbido solo para ellos. Desde puertas oxidadas, túneles improvisados, callejones donde las sombras ya no daban refugio. Algunos bajaban la cabeza. Otros apenas susurraban oraciones. Nadie corría. Nadie pedía explicaciones.

Los Regerium no hablaron.

Solo señalaron a los proyectados. Uno a uno. Y los tomaron del brazo, del cuello, de la ropa. Los guiaron con firmeza, no con brutalidad, pero tampoco con margen de elección. Un anciano tropezó al resistirse. No le gritaron. Solo lo levantaron por los hombros como si fuera un saco. Una mujer comenzó a llorar cuando vio su rostro en las pantallas. Ni siquiera trató de huir. Apretaba los labios como si eso bastara para no romperse del todo.

Al fondo, un niño se echó a correr. No duró más de cinco pasos. Un Regerium lo interceptó con una precisión inhumana, lo sostuvo en el aire por la espalda, y lo cargó como si pesara menos que su propia arma.

Los vehículos no tenían conductor visible. Las compuertas traseras se abrieron solas, sin sonido. Dentro, solo oscuridad.

Uno a uno, los cuerpos se alinearon y desaparecieron entre las compuertas. Las listas seguían proyectadas, pero algunas imágenes parpadeaban, como si su información se borrara en tiempo real. No quedaban huellas. Ni rastro. Solo ausencias que no se contaban en voz alta.

Fue entonces cuando Amelia lo notó.

Sam no miraba las proyecciones. Tenía la vista fija en una de las mujeres al fondo, una que no había subido aún. Ella temblaba. Se sostenía a una pared agrietada con manos tan frágiles como su mirada. No parecía resignada. Parecía… rendida. Como si hubiese esperado que alguien, cualquiera, la llamara. Pero nadie lo hizo.




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