Unidad 0: La mente de los ausentes

Donde terminan los nombres

Había algo en el aire subterráneo que no terminaba de oler a encierro. Era denso, sí, impregnado por el sudor viejo de quienes llevaban semanas sin ver la luz del sol. Pero también traía consigo una nota cálida, casi imperceptible, como si entre las grietas húmedas del túnel todavía quedara el aroma tenue de lo humano: sopa recalentada, metal pulido, tela vieja remendada a mano. Eso, por insólito que sonara, era lo más cercano a un hogar que Amelia había tenido en mucho tiempo.

Los días allí no se medían con relojes ni con ventanas. Se percibían en el murmullo de la rutina: pasos que arrastraban las botas a la misma hora, ollas que resonaban con los mismos cucharones, luces que titilaban antes de apagarse como suspiros rendidos. Nadie hablaba más de lo necesario, y sin embargo, todo funcionaba como si existiera un acuerdo tácito: si una puerta crujía, alguien la acechaba; si alguien tosía, otro le acercaba un trapo húmedo sin decir palabra. En ese lenguaje sin palabras, Amelia empezó a comprender que la resistencia no siempre se gritaba. A veces, simplemente se hacía.

Sam y Amelia ya no dormían separados. No hubo una decisión, ni una charla que lo sellara. Una noche simplemente se acomodaron espalda con espalda, y desde entonces, el espacio entre ambos fue encogiéndose hasta volverse costumbre. Amelia aún se despertaba algunas veces con la respiración agitada, los nudillos cerrados como si esperaran un golpe, pero al voltear y verlo allí, el rostro entre sombras, la mandíbula firme incluso en sueños se permitía volver a cerrar los ojos.

Él también parecía distinto. No hablaba más, ni se reía más, pero había algo menos tenso en su forma de sentarse a su lado, de alcanzarle comida sin que se lo pidiera, de señalar con la mirada cuando un lugar estaba libre para que ella se sentara. Ya no era solo un compañero de fuga. Era una presencia. Una certeza pequeña. Como un nudo que no se deshace, aunque nadie recuerde cómo se ató.

Una noche, mientras una de las rebeldes reparaba chaquetas con hilo torpe pero decidido, Sam se acercó a Amelia con un pedazo de pan apenas mordido y se lo ofreció sin mirarla. Amelia lo tomó sin agradecer. No era grosería. Era el tipo de vínculo que se había gestado en la herida compartida: no necesitaban cortesía, necesitaban certezas. Sam se sentó junto a ella, las rodillas casi rozándose, y durante unos segundos pareció como si fuera a decir algo. Pero no lo hizo. No hacía falta.

Ella giró un poco la cabeza y lo miró. Sus ojos estaban fijos en la pared de concreto, donde una tubería oxidada dejaba filtrar gotas como relojes defectuosos. Sus labios estaban apretados, pero no era rabia. Amelia supo, sin saber por qué, que estaba pensando en su hermana.

—¿Crees que te recuerda? —preguntó de pronto Amelia, sin pensarlo demasiado.

Sam tardó en reaccionar. Parpadeó. Bajó la mirada al pan que sostenía en la mano, luego a sus propias rodillas, como si no supiera si tenía derecho a contestar.

—No lo sé —dijo al fin, casi en un susurro—. Pero yo sí la recuerdo a ella.

Y luego no dijo nada más. Pero el peso de esa frase pareció quedarse flotando, suspendido como el vapor de las ollas cuando apagan el fuego. Amelia no volvió a hablar, pero sintió que algo invisible se había acercado entre los dos, y por primera vez no le molestó.

Más tarde, cuando casi todos dormían, Amelia se sentó sola al borde del pequeño canal de drenaje donde algunas veces fluía agua recogida. Sam se acercó en silencio y se sentó a su lado, envolviéndose con la manta gris que compartían por las noches. Ella le dio un leve codazo.

—No roncas tanto como pensé —dijo, sin mirarlo.

—¿Y tú hablas en sueños?

Amelia se giró con lentitud. No sabía si era una broma, pero la sombra de sonrisa que apareció en los labios de Sam fue suficiente.

—No digo nada comprometedor, espero —replicó ella con suavidad.

Sam se encogió de hombros.

—Mencionaste a tu padre. Tres veces. Dijiste que olía a tierra mojada.

Amelia apretó los labios. No sabía si reír o llorar. Terminó haciendo ninguna de las dos cosas.

—Así olía —murmuró—. Después de arreglar las válvulas del jardín… siempre olía así.

Y sin añadir más, se apoyó ligeramente en su hombro. Esta vez, él no esperó. Pasó un brazo por encima y la rodeó, sin fuerza, sin intención. Solo para estar ahí.

La base tembló un poco, como lo hacía a veces, cuando los drones pasaban por encima, y las luces titilaron. Sam ni se inmutó. Amelia, en cambio, se estremeció por reflejo. Él lo notó y, sin apartar la vista de la pared, ajustó la manta sobre los hombros de ambos. No fue un gesto afectivo. Fue una decisión práctica. Un descanso momentáneo. Una tregua.

Pero cuando Amelia cerró los ojos, por primera vez en muchos días no se sintió del todo sola.

El pasillo estaba más frío que el resto del refugio, como si el concreto supiera que allí la respiración humana era menos confiada, más breve, apenas tolerada. No era una zona prohibida, pero tampoco nadie parecía tener razones para permanecer demasiado tiempo. Las luces titilaban más lento en ese tramo, como si incluso la electricidad dudara en atravesarlo.

Amelia y Sam se habían ofrecido a mover algunos víveres desde el almacén principal. Sacos de arroz sin etiquetar, latas deformadas por el óxido, paquetes sellados con cuerdas recicladas. Cualquier excusa servía para estirar las piernas, y en el fondo, ambos sabían que cargar cosas les permitía callar sin parecer distantes. Pero al doblar una esquina, en uno de los compartimentos de mantenimiento, una de esas zonas entreabiertas que se usaban para guardar herramientas, mantas sucias o piezas inservibles, algo los detuvo.

No fue un sonido. Fue una presencia.

Sam frenó primero, pero no dijo nada. Amelia, a su lado, notó cómo se le tensaban los dedos sobre el saco que cargaba. Luego lo vio.

Al fondo del cuarto, entre sombras cruzadas por cables colgantes, una figura metálica permanecía encadenada al muro. No estaba desactivada, pero tampoco parecía plenamente funcional. Las luces de su cuerpo no seguían el patrón regular de los demás prototipos. No brillaban… parpadeaban. Como si dudaran.




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