Cada paso que Amelia daba hacía que pequeñas nubes grises se elevaran, mezclándose con el vapor frío que exhalaban los charcos que reflejaban luces rojas intermitentes, como latidos enfermos. Las paredes, ennegrecidas por el hollín, tenían marcas de impactos y cortes metálicos, recuerdos de combates que habían ocurrido mucho antes de que ella llegara. El silencio era tan denso que cada gota de agua cayendo desde las tuberías oxidadas parecía un eco de otro mundo.
Amelia avanzaba con el tubo aún doblado, manchado de hollín, colgando de su mano como un peso muerto. El metal parecía más pesado que nunca, o tal vez era ella quien estaba quebrada. Su respiración irregular llenaba el pasillo, entrecortada por el ardor en su garganta y el frío que se filtraba hasta los huesos.
Cada pocos pasos, imágenes fugaces la golpeaban.
Sam, siendo arrastrado.
La compuerta cerrándose.
Su mano extendida, temblando, pidiendo ayuda.
La voz de su padre, mezclada con el ruido de metal retorcido, llamándola por su nombre como si aún estuviera vivo.
Se llevó una mano a la cabeza, intentando expulsar esas visiones, pero eran como espinas incrustadas. No sabía qué era recuerdo y qué era delirio.
La sensación de ser observada la acompañaba como una sombra. No había nadie. Lo sabía. Y sin embargo, el túnel parecía respirar, como si algo en sus entrañas vigilara cada paso que daba. En algún punto, juró ver una figura blanca al final del pasillo, quieta, mirándola. Parpadeó, y no había nada. Solo las luces rojas, pulsando.
Un goteo constante marcaba el ritmo de su avance.
Ploc.
Ploc.
Ploc.
Ese sonido era casi un reloj que medía su desmoronamiento.
Se apoyó contra la pared un instante, con el pecho ardiendo, y cerró los ojos. El frío del concreto se filtró a través de su ropa, calmándola por un segundo. Pero entonces lo escuchó: un susurro, apenas audible, que no venía de ningún lado.
—Amelia...
Su corazón dio un vuelco. Abrió los ojos de golpe, girando sobre sí misma, levantando el tubo como si pudiera defenderse de lo que fuera que estaba ahí. Nada. Solo las sombras alargadas, deformadas por las luces parpadeantes.
No era real.
No podía serlo.
Pero siguió caminando, porque quedarse quieta significaba escuchar más voces. Y ella no quería escucharlas.
No ahora.
Al borde de romperse, Amelia apretó los dientes, y solo una idea, tan frágil como el aliento que exhalaba, la mantuvo de pie:
Sam la esperaba.
Aunque no supiera dónde, aunque todo indicara que ya no estaba, aunque el mundo entero gritara lo contrario… Amelia avanzó.
El asentamiento surgió de pronto, tras una curva donde el camino dejaba de ser ruinas y se abría a una calle pavimentada, limpia, casi absurda después del caos que había dejado atrás. Casas alineadas, mercados improvisados pero llenos de vida, voces que regateaban precios, niños corriendo entre los puestos. El aire olía a pan recién horneado, a fruta, a algo que había olvidado que existía: normalidad.
Amelia avanzó entre ellos, su presencia atrayendo miradas. No eran miradas curiosas, sino frías, cargadas de un miedo que no se decía en voz alta. Las conversaciones bajaban de volumen a su paso. Los comerciantes seguían vendiendo, pero nadie le ofrecía nada. Un niño la miró con ojos muy abiertos y tiró del brazo de su madre, que lo apartó sin mirarla.
Se acercó a un hombre mayor que arreglaba redes bajo un toldo, su espalda encorvada pero sus manos aún firmes.
—¿Dónde están los que mandan aquí? Necesito hablar con alguien.
El anciano levantó la vista, sus ojos grises cargados de un cansancio antiguo.
—No se pelea contra el aire, niña —dijo, y volvió a su labor sin más.
Amelia apretó el tubo, conteniendo la rabia que le subía por la garganta. Siguió caminando hasta el edificio más alto del asentamiento: un palacio de gobierno, blanco, con columnas pulidas y ventanales reflejando el cielo. Dos guardias en la entrada ni siquiera la miraron cuando intentó pasar.
—Necesito hablar con ellos.
—No hay nadie —dijo uno, sin girar la cabeza.
—Sé que están ahí.
—No hay nadie. Vuelve a donde viniste.
Ella no se movió. Se mantuvo ahí, inmóvil, con la mirada clavada en los guardias como si pudiera atravesarlos con los ojos. El silencio entre ellos era tan tenso que hasta el zumbido de los insectos se escuchaba más fuerte. Uno de los hombres, con una expresión de tedio, bajó la mano hacia el arma de su cinturón. No era letal, lo sabía, pero el mensaje era claro: un paso más y no dudaría en usarla.
Amelia retrocedió despacio, sin apartar la vista, conteniendo el impulso de responder con una insolencia que sabía le costaría caro. Dio tres pasos hacia atrás, lo suficiente para que los guardias relajaran los hombros y volvieran a su vigilancia. Cuando estuvo fuera de su campo de visión, giró sobre los talones y rodeó el edificio, pegada a las sombras.
El palacio no era tan perfecto como parecía desde el frente. En los laterales, el concreto mostraba pequeñas grietas y manchas de humedad que se habían escurrido con el paso de los años. Amelia recorrió el muro con la palma, buscando un punto débil, hasta que vio una cornisa estrecha, casi invisible, donde se acumulaban hojas secas y polvo. Sonrió apenas.
Tomó impulso. Corrió unos pasos, clavó un pie contra la base y saltó, aferrándose con ambas manos al borde. El material estaba resbaladizo, pero la fricción de sus dedos firmes la sostuvo. Jadeó, apretó los dientes y tiró de su cuerpo hacia arriba. Sus pies encontraron un hueco en el revestimiento, apenas suficiente para impulsarse.
Subió lenta, calculando cada movimiento. El aire olía a piedra caliente, a óxido y musgo seco. Sentía el latido en sus sienes, fuerte, acompasado con el esfuerzo de sus brazos. La textura del muro cambiaba: zonas lisas donde casi no había agarre, otras rugosas que raspaban su piel.
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Editado: 14.08.2025