El eco de las alarmas aún vibraba en el aire, un pulso lejano que se colaba por las paredes como un corazón metálico. Amelia y Sam avanzaban por un corredor lateral, alejándose de la sala del portal, con cada paso resonando hueco sobre el piso blanco. Las paredes se extendían altas, cubiertas por relieves geométricos imposibles, figuras que parecían cambiar de forma según el ángulo de la luz. Entre ellas, finas vetas doradas recorrían la superficie, brillando como si tuvieran su propia respiración.
El lugar estaba hecho para intimidar. Techos demasiado altos, pasillos que parecían no terminar nunca, una sensación de estar caminando dentro de algo que no estaba hecho para seres de su tamaño.
Sam avanzaba a su lado con movimientos irregulares, la cabeza girando hacia cada detalle, como si estuviera viendo todo por primera vez. Amelia intentó mantener el paso, pero el brazo destrozado ardía, cada latido era un martillazo bajo la piel tensada y enferma. La mano sana se aferró a la unión metálica con el tubo, sintiendo cómo el sudor frío le empapaba la espalda. No podía dejar de pensar que cada segundo que pasaban allí, las alarmas no hacían más que llamar a todo lo que estaba al acecho.
Se refugiaron en una sala estrecha, apenas iluminada por líneas de luz incrustadas en las paredes. Era un espacio de mantenimiento, saturado con el olor a metal caliente y un zumbido grave que venía de las tuberías. Amelia se dejó caer contra la pared, el aire entrando a trompicones por su boca. El brazo le palpitaba como si estuviera ardiendo desde dentro; cada vez que intentaba moverlo, un espasmo le recorría el hombro hasta la nuca.
Sam permanecía de pie, ladeando la cabeza hacia la puerta cerrada, atento al eco distante de las alarmas y a los pasos que resonaban en algún corredor lejano. De pronto, habló:
—Casa… —dijo, casi en un susurro.
Amelia levantó la vista, respirando agitada.
—Sí… eso intentaba encontrar —contestó, aunque no estaba segura de sí se refería a la Tierra o a algún otro lugar.
Sam parpadeó, como si procesara lentamente sus propias palabras. Entonces, sin cambiar el tono, añadió:
—No es casa… es Ketheris.
Amelia frunció el ceño. No conocía ese nombre, ni sonaba a nada que hubiera escuchado en su vida. Era como una palabra que llevaba peso, pero no sentido.
Él volvió a guardar silencio, mirando un punto fijo en el suelo, y por un instante, Amelia sintió que lo que veía en esos ojos no era Sam… o al menos, no del todo. El aire en la sala se volvió más denso, como si el lugar supiera que lo que acababa de escucharse no debía ser pronunciado allí.
Ella apartó la mirada, intentando ignorar el frío que le trepaba por la espalda. Cada minuto entendía menos qué estaba ocurriendo en la mente de Sam, y esa incertidumbre comenzaba a doler más que el brazo.
Salieron de la sala de mantenimiento con pasos medidos, atentos a cualquier sombra o eco fuera de lugar. El corredor ante ellos era distinto a todo lo que Amelia había visto dentro del complejo: una pasarela elevada, suspendida en el aire, con paredes y techo de vidrio pulido que unían dos torres colosales.
El mundo se desplegaba a su alrededor. A lo lejos, el cielo ardía en tonos cálidos, una mezcla imposible de naranjas y dorados que parecían encender las montañas del horizonte. Sobre ellas, criaturas con alas largas y membranosas, pero la silueta grácil de las ave, se deslizaban entre corrientes de aire, dejando estelas fugaces que se desvanecían en el resplandor. Desde allí, todo parecía pacífico… pero Amelia sabía que esa calma era solo un espejismo.
Abajo, el complejo continuaba su vida mecánica. En una amplia sala conectada al ala inferior de una de las torres, un grupo de androides estaba dispuesto en formación. Todos ejecutaban los mismos movimientos, perfectos, sincronizados, como si fueran extensiones de una sola mente. El brillo metálico de sus cuerpos se mezclaba con la luz dorada que entraba por las ventanas altas.
Amelia iba a apartar la vista cuando se dio cuenta de algo que le heló la sangre: uno de ellos, en mitad de un giro exacto, detuvo su movimiento. Su cabeza se alzó con lentitud, hasta quedar alineada con la pasarela. No era un vistazo casual; la mirada estaba fija en ella, como si la reconociera… o como si hubiera estado esperándola.
Sam se detuvo también, siguiendo la dirección de sus ojos, pero no dijo nada. Amelia, en cambio, sintió que ese momento había durado más de lo que debía. El aire, cálido y dorado hacía un instante, se volvió espeso, como si cada paso que dieran fuera observado por algo invisible.
Instintivamente, giró hacia Sam… y lo notó. Una luz minúscula, apenas perceptible, latía en su pierna izquierda, escondida entre las juntas metálicas. No era un reflejo: parpadeaba con un ritmo artificial, frío, calculado.
—¿Qué es eso? —susurró, más para sí misma que para él.
Se agachó, mordiéndose el labio cuando el dolor de su brazo le hizo perder el equilibrio. Al girar la cabeza para poder ver entre las placas de metal de la pierna de Sam, lo vio claro: una microbaliza, encajada como una espina luminosa bajo una capa de placas. Un rastro. Una firma.
La imagen del dron destruido volvió a su mente y entendió de golpe: no habían escapado de él. Él les había dejado algo… y ese algo ahora estaba gritándole al complejo dónde estaban.
—Maldición… —susurró, intentando arrancarla.
El metal cedió apenas un par de milímetros antes de emitir un chirrido agudo que resonó en el corredor de vidrio. Demasiado ruido. Demasiado tarde.
Sam, inmóvil, la observaba como si no entendiera del todo lo que pasaba. Amelia tragó saliva, sintiendo que ese parpadeo se volvía cada vez más urgente. No podían seguir ahí.
El chirrido metálico aún flotaba en el aire cuando un zumbido grave respondió desde algún lugar cercano. No era una alarma común; era más profundo, como un latido amplificado a través de las paredes. Amelia alzó la vista y vio cómo el parpadeo de la microbaliza cambiaba de ritmo, sincronizándose con ese sonido.
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Editado: 14.08.2025