Uniforme roto

Grieta

En una habitación extensa y luminosa, miles de personas vestían ropas idénticas, caminaban con el mismo ritmo y repetían las mismas palabras. Allí dentro, todo tenía un orden perfecto. Nadie cuestionaba nada.

Había reglas, como la que dictaba que cada día, al mediodía, todos debían dar tres pasos hacia atrás y luego quedar inmóviles durante diez segundos. Nadie se preguntaba por qué. Simplemente lo hacían. Él también lo hacía.

Hasta que un día, mientras alineaba sus zapatos con los del hombre a su lado, notó algo. Sus pies eran más pequeños. Lo suficiente como para que, al dar sus tres pasos, no coincidieran con el mismo punto que los demás.

-Disculpe -dijo en voz baja-, ¿sus pies son del mismo tamaño que los míos?

El hombre giró apenas la cabeza, sin cambiar su expresión.

-Claro. Todos tenemos el mismo tamaño.

Y volvió a mirar al frente.

Ese mediodía, sin quererlo... o queriéndolo, dio tres pasos y medio. Fue suficiente para que, al retroceder, su espalda chocara con la pared y se oyera un leve crujido.

Una grieta apareció en el muro ocre.

Nadie más pareció notarla, porque nadie miraba hacia atrás. Pero él sí la vio. Él sí la miró.

Los días transcurrieron, y no supo cuándo empezó exactamente, pero algo en el chico se fue inclinando hacia esa grieta. A veces bastaba con pasar cerca; otras, con simplemente pensar en ella. Era como si lo llamara, no con palabras, sino con una presencia muda que lo inquietaba.

La rutina seguía. El uniforme seguía. Las reglas seguían. Pero en él, algo vibraba distinto. Y cada vez que su mirada rozaba esa porción imperfecta de la pared, la idea volvía, como una respiración que no podía controlar.

No encaja.

Un día, mientras el resto daba los quince saltos con su pierna izquierda, aprovechó el fragor para presionarla con firmeza. No sabía por qué lo hacía, ni por qué había ignorado los quince saltos de la jornada, pero fue tarde. Un pequeño pedazo de la pared se desprendió. No era mucho, apenas una astilla de esa fortaleza que admiraba infinita. Pero eso lo cambió. La grieta podía cambiar. Podía crecer. Y si la grieta podía crecer, entonces la habitación no era inmutable. Entonces, él tampoco lo era.

La grieta era la prueba de que el orden perfecto tal vez no era tan perfecto. Tal vez...

Giró a su alrededor con una efervescencia en su panza. Notó cosas en las personas, rostros sudados, pies tambaleantes, labios que se movían al unísono. Notó la habitación; a sí mismo. Cosas que antes no veía, porque no miraba. Porque nadie miraba.

La grieta no sólo partía el muro.

La grieta era una pregunta:

¿Quién soy ahora?



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En el texto hay: chico, relato, autoconclusivos

Editado: 30.04.2025

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