Universo Heraldo: Alhelí

Jack

Tras despertar me llevé las manos a la cabeza, aún era incapaz de recordar lo que acababa de suceder. Lo único que sentía eran mareos y un inmenso dolor que, desde mi ojo izquierdo parecía taladrar hasta la mitad de mi cráneo. Era una migraña de los mil demonios.

Tras notar que estaba sobre una camilla, lo primero que hice fue comprobar que no me faltaran miembros. Así que toque mis brazos, piernas, ojos, orejas y nariz. Noté una venda que rodeaba mi cabeza y cubría mi cabello. Un fuerte dolor golpeaba eventualmente mis costillas y hombro izquierdo. Intenté incorporarme pero se me hizo imposible, por lo que volví a caer en la camilla con mi mundo dando vueltas.

—¿Hola? ¿Alguien…? —No tenía muchas fuerzas para hablar, y las pocas palabras que salían de mi boca no eran más que lastimeros susurros. Entonces comprendí que aún no era el momento de moverme, debía reposar un poco más.

Contemplé el lugar que me rodeaba, paredes con baldosas verdes se alzaban a mi derecha y mis espaldas, cortinas médicas azules a mi izquierda y al frente, el techo era un cielo raso con una lámpara de tubos fluorescentes que iluminaban toda la estancia.

Aguardé varios minutos y volví a intentar levantarme, solo entonces noté que la camilla tenía unos discretos barandales. Tal vez para esposar a los criminales o evitar que los idiotas que chocan antes de salir de vacaciones cayeran al suelo.

«Mierda… La moto, ¿Ese condenado idiota de dónde salió?», pensé al instante, no recordaba mucho más allá de la maniobra que usé para evadir al pendejo que se había parado en medio de la vía.

Tenía vagos recuerdos de verme frente a un árbol, luego de que la moto derrapara, pero realmente no estaba seguro de nada, cada vez que intentaba recordar me dolía la cabeza, por lo que decidí no insistir. Si esa cosa estaba asegurada no sería mayor problema y si no ya Ortiz se podía ir a la mierda, en realidad lo que pensara ese viejo andropáusico me traía sin cuidado.

Finalmente me puse en pie, entonces un dolor como un calambre recorrió mi pierna derecha. Noté a mi izquierda un atril que sostenía una bolsa ya seca de suero. No tenía mi teléfono o un reloj, así que ni puta idea de que hora era.

Caminando lentamente atravesé las cortinas para encontrarme en un corredor. A mi izquierda había más cortinas por entre las cuales se podían ver otras camillas, todas vacías a excepción de una, donde parecía haber un hombre que tosía tan fuerte que llegué a pensar que en algún momento vomitaría su propia garganta. A mi derecha habían varios carritos y estantes con guantes, inyectadoras, soluciones y demás material médico.

El olor a talco y desinfectante me abordó enseguida, estaba sin dudas en un hospital.

No di muchos pasos, seis a lo sumo, entonces mis piernas decidieron que ya habían hecho bastante y doblándose, me hicieron caer al frío suelo. El golpe en mi cabeza hizo que mi mundo girase más que el de cualquier borracho. Intenté ponerme en pie pero mis piernas se negaban a obedecer.

—¡Doctor! ¡El paciente se cayó! —escuché decir a una voz femenina que a lo lejos parecía acercarse, cerré los ojos y cuando los abrí vi unas botas de campaña negras a pocos centímetros de mi rostro, sentí como giraban mi cuerpo hasta dejarme boca arriba, allí perdí el conocimiento.

Cuando desperté estaba en otra camilla y en lugar diferente, aunque por el techo y la fría pared a mi izquierda supe que estaba en el mismo hospital. Segundos después, una voz masculina y gruesa me dio la bienvenida.

—Tómatelo con calma, no quiero que te vuelvas a caer.

Cuando me giré él estaba en su escritorio, era un afro descendiente de cabello corto que estaba llenando unos récipes.

—¿Dónde estoy? —pregunté mientras me sobaba la pierna.

—Hospital de Genoveva, te trajeron luego del choque —dijo él tras firmar una hoja y verme—. Ella te encontró.

El doctor señaló a una joven sentada en una silla un poco retirada del escritorio, casi en la entrada del consultorio. Era una simpática muchacha no mayor de veinticinco años, con cabello castaño y ojos café, vestía el uniforme azul marino de los bomberos de Genoveva, pero vaya que le quedaba bien.

Hice un esfuerzo y pude sentarme en la camilla, al hacerlo ambos me contemplaron amistosamente.

—¡Gracias! —dije a la joven que sonrió al escucharme.

—Hacía mi trabajo.

—¿Cómo quedó la moto?

—No creo que sirva para mucho luego de lo que pasó —musitó ella.

—Alison te encontró en la vía tras el choque contra el árbol —intervino el médico tomando otra hoja de un talonario que tenía en su escritorio—. Te aplicó los primeros auxilios allá y llegó con la ambulancia que ella misma mandó a llamar.

—Ya veo. Te lo debo Alison, yo me llamo…

—Jack, lo sé —agregó ella—. Revisé tus papeles al encontrarte.

—Comprendo...

—Tus cosas están aquí también, chico —señaló el doctor apuntando con su bolígrafo hacia la magullada caja, mi casco y la mochila que reposaban en una esquina de la oficina —. Alison empaquetó todo lo que encontró, hasta tus llaves y tu teléfono.

—¡Con todo lo que me ha pasado ya odio a esa condenada caja! —confesé meneando la cabeza.




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