La estación del tren era pequeña pero elegante, solo habían dos andenes, no hacían falta más, tren que llegaba, tren que se iba. Las paredes estaban cubiertas con laja rojiza y verde. El techo constaba de dos enormes cúpulas de cristal verdoso que transformaban los rayos del sol en una apacible y tranquila luz obsidiana, que caía sobre los andenes y el hall principal. Cada cúpula estaba alzada a un metro y medio de lo alto de las paredes, siendo ambas sustentadas por pilares de granito; la separación hacía que el aire fresco y el sonido de los pájaros que cantaban en las ramas de los árboles aledaños se percibieran por toda la estación.
Aunque dejamos el cielo nublado atrás ya eran casi las seis de la tarde, pronto sería de noche, lo cual era bueno, no me gustaba mucho el sol, yo prefería mitigarlo en la medida de lo posible. Al ponerme mis gafas oscuras noté que el joven Bel caminaba impaciente por la plataforma, adelantando a todos los pasajeros que bajaron del tren con nosotros, en unos segundos enfilaría hacia el pequeño pasillo que lo llevaría al hall principal de la estación.
—¿Llevas prisa? —le pregunté iniciando un pequeño trote para alcanzarlo.
—Yo estoy caminando normal, pero puedo ir más lento si sientes que te cansas, sé que a los viejos les pasa eso. La edad los oxida —contestó, llevándose las manos detrás de la nuca mientras mantenía su caminar rebelde.
Yo era uno de los pocos en los tronos a los que las palabras de Bel no incomodaban. Aquel chico sacaba de quicio a muchos. Su actitud era un problema y es entendible que nadie quisiera tenerlo cerca. Sin embargo, cuando has vivido tanto, resulta difícil que las palabras de un niño que ha sufrido puedan calar profundamente en ti, lo único que podía hacer por él era entenderlo y ponerme en su lugar. No sin ignorar que si no cambiaba sus formas de actuar, tendría que empezar a corregirlo.
Llegamos al hall y Bel corrió a una máquina expendedora de refrescos, yo di un rápido vistazo a la zona, había treinta y seis personas distribuidas entre una pequeña área de espera con sillas metálicas, la taquilla de boletos y un cafetín, donde por cierto vendían un porridge de chocolate que por necio no quise comprar.
Me quedé quieto unos instantes y mis ojos se volvieron totalmente azabache, estos, escondidos por las gafas de sol me permitieron hacer un barrido completo de la zona, vi y olfateé a cada persona presente. Me sentí tranquilo cuando solo encontré hombres y mujeres comunes, todos con miedos y alegrías, pero nada más, no había peligro. Inspiré profundamente y el color blanco regresó a mis ojos.
Bel accionó la máquina y sacó una lata de Sugar Coke, luego la abrió y empezó a beber con impaciencia, para luego secarse la boca con la manga de su sweater azul, en aquel momento vi que tenía mucho trabajo con él. Yo lo esperé en un enorme portón blanco con barrotes ornamentales, que servía como entrada de la estación.
—¿Pagarás un taxi? —preguntó antes de dar un gran y último sorbo a su refresco para tirar la lata al suelo.
Negué con la cabeza y lo miré a los ojos con seriedad.
—La casa de Jeaneth está a unos veinticinco minutos a pie, creo que podremos caminar, eso nos ayudará a estirar las piernas, además contemplar las calles limpias te hará comprender porque es importante mantenerlas así.
—¡Viejo tacaño! —susurró Bel cuándo se agachó a recoger la lata, yo me puse en marcha y a él no le quedó más que seguirme.
La gran mayoría de los edificios estaban construidos con una piedra de aspecto marmóreo que era minada en la cantera de Redfield a las afueras del pueblo. Dicha piedra hacía muy difícil que los edificios quedaran mal hechos, por lo que estos hacían gala de un diseño arquitectónico y fachadas envidiables. Ascendimos por una pronunciada colina cuyo piso, al igual que el de las calles de todo el pueblo, era piedras negras hexagonales por las que eventualmente escapaba una que otra pequeña hierba.
Cuando llegamos a la cima de la colina contemplamos el mar de Irlanda en el horizonte, hileras de casas de colores se extendían en forma perpendicular en la costa. A la derecha vimos más filas de casas y las ruinas del castillo de Saint Joseph antecedido por lo que ahora era el cementerio de Redfield. A la izquierda varios edificios y lo que parecían ser dos centros comerciales, aquella era sin duda la parte más urbanizada del pueblo, donde las pocas empresas y fábricas de la zona estaban asentadas.
Las inmediaciones del pueblo estaban rodeadas por vastos campos donde, aunque invisibles para nosotros, seguramente pastaban ovejas, caballos y demás animales de granja.
—Andando, viejo —dijo Bel que bajó corriendo por la pendiente.
Decidí ganarle, así que descendí a gran velocidad por aquella calle. Superé a Bel en cuestión de segundos y cuando me alcanzó sonreí, luego con un gesto de mi mano y haciendo una reverencia lo animé a que caminara adelante.
—Sea bienvenido, joven Bel, me alegra mucho verle, pensé que tardaría más en llegar.