Abandonamos el lugar a bordo de la patrulla recién reparada, una camioneta pick-up cuatro puertas, con cava y debidamente identificada con logos de la policía de Silver River. Méndez odiaba los autos, a mí me parecían más prácticos para este tipo de casos, pero si le decía que tomáramos uno seguro me mandaría a callar. Seguro esperaba pasar toda la noche durmiendo en su escritorio o jugando en la computadora.
—Hacerme salir por un cuarenta y cinco… ¡Que falta de respeto! —refunfuñó a mi lado con la cara de un cañón a punto de disparar.
—¿No será que tiene miedo, jefe? —cuestioné deseoso de ver su reacción.
—¿Miedo a que? ¿Vez que mi porta nombres diga Wilson o algo por el estilo? ¿Cuál era el apellido de tu madre?
—Arias —repliqué al instante.
—Exacto… No dice ni Wilson ni Arias, no tengo razón para ser un miedica.
Negué con la cabeza mientras dejábamos atrás la zona urbana de la ciudad, enfilando por la carretera que nos regalaba paisajes de amplios prados y árboles frondosos.
—No lo sé, tal vez veamos algo entretenido jefe —añadí mientras metía las balas en los cargadores de nuestras Glock Pegasus—. ¿Recuerda la vez que nos llamaron para sacar a ese tipo borracho de la fiesta infantil?
—¿El que corría desnudo y se metió a la casa? —Méndez soltó una carcajada, sin duda recordar aquello le hizo mejorar su humor y relajarse—. Fue la peor fiesta que esos chicos pudieron imaginar. Aún deben estar traumatizados.
En ese momento terminé de meter balas en los cargadores y procedí a cargar las armas.
—Te esfuerzas mucho, aun para un nuevo. Este tipo de llamadas nunca acaban en algo relevante.
—¿No debería hacer nada? —pregunté lanzando la caja de balas vacía por la ventana. Era una caja en blanco así que no habría problemas si alguien la encontraba.
Méndez me miró por el rabillo del ojo, entonces sonrió mientras suspiraba.
—No, es mejor que seas así, al menos no te mataran como a un pendejo por no llevar tu arma lista.
Llegamos a la entrada de la urbanización Santa Flor, o como la llamaban muchos en la policía: La cuna de los hijitos de papi. Méndez tenía razón en algo, la basura podía estar en todas las clases sociales. El año pasado hicimos dos redadas en esta urbanización para arrestar a unos de esos niñitos de la alta alcurnia, que vendían cocaína e irrumpían en las casas de sus vecinos.
Yo conocía bien aquellas casas, en su mayoría poseían bastante terrero, poco más de trescientos metros cuadrados según lo que pude calcular en mi última visita. La mayoría tenían dos o tres pisos y algunas poseían decoraciones bastante excéntricas. Aun desde la entrada de la urbanización vi una que parecía un castillo medieval, con paredes forradas en lajas de piedra blanca y dos inmensas torres que sobresalían del tercer piso.
Un noventa por ciento de las casas tenían ya fuera su propia piscina, o pequeños parques en donde se podían observar barras paralelas, y hornos a leña hechos con ladrillos refractarios, ideales para las parrilladas de los sábados.
Al llegar a la entrada de Santa Flor pudimos ver a uno de los vigilantes del conjunto residencial, aquel hombre, saliendo de su garita nos permitió entrar. Segundos después se nos acercó una mujer con ropa deportiva muy ajustada, la cual no tardó en llamar la atención de Méndez.
—¡Buenas noches, amigos! —manifestó Méndez al bajar el vidrio.
—Gracias por venir, yo hice la llamada —contestó la dama.
Estando más cerca de la patrulla pude detallarla mejor, su cabello castaño caía hasta llegar a su cadera, su piel era morena y tenía por lo que pude apreciar, un buen físico, evidenciando que en efecto se ejercitaba con regularidad.
—No se preocupe, para eso estamos —señaló Méndez atentamente dirigiéndose a la mujer.
Mi compañero era predecible, ahora seguramente jugaría la carta del policía cordial, para luego ver cómo le sacaba el número, luego intentaría llegar a la próxima base. Con la cual podría tal vez acabar con su tercer y ya muy desecho matrimonio.
—Fue a poco más de un kilómetro de la urbanización, me encontraba trotando cuando vi un automóvil abandonado en la vía, las puertas estaban abiertas y sus luces intermitentes encendidas.
—Lo investigaremos —añadí esperando que Méndez cerrara el vidrio para ponernos en marcha.
—¿Nos puede indicar el lugar de los hechos? —cuestionó Méndez.
—Sí, avancen hasta el final de esta calle a la derecha, deben recorrer cuatro calles más y llegarán a la salida que los conducirá al puente.
—Muchas gracias, señorita…
—Rosa —replicó ella contestándole a Méndez.
—Muchas gracias, Rosa. Pierda cuidado, si mi compañero y yo encontramos algo se lo haremos saber —agregó él mirándola de arriba abajo con una sonrisa fingida.
Cuando Méndez terminó de hablar con Rosa, el vigilante tuvo que indicarnos de nuevo como llegar al lugar de los hechos; ya que mi compañero, por alguna razón pareció olvidar las indicaciones.
—¿Entonces le daremos parte a Rosa, señor? —pregunté sarcásticamente cuando la patrulla empezó a rodar por la urbanización.
—Estoy intentando conseguir una nueva amiga, es todo.
—Claro…
—En este trabajo hay beneficios que deben ser aprovechados, debes disfrutar las oportunidades que te da la vida.
—¿Usted cree, señor?
—Claro que sí, pero no sufras, aun eres un nuevo y además joven. Estoy seguro de que con mi guía saldrás adelante, tal vez seas como yo en unos años.
—¡Oh, sí! Cumpliré mi sueño si eso sucediera —murmuré.
—¿Qué dices?
—Nada, jefe, nada.
—¡Cabroncete! —dijo soltando una carcajada.
No tardamos en ver la carretera que nos indicó el vigilante. Y aunque estaba bastante oscuro, vimos un reluciente siena rojo, modelo del año, con sus luces intermitentes aun encendidas, era idéntico al que nos acababan de describir y estaba aparcado en lo que parecía ser el inicio de un camino de tierra, que parecía adentrarse en una arboleda. Las puertas del vehículo estaban abiertos.
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Editado: 25.06.2020