Universo Heraldo: Sinjadev

Capitulo 6

Una migraña y un terrible zumbido en mi cabeza me dieron la bienvenida a la tierra de los vivos, sentía mi cráneo como si fuera una gigantesca calabaza que, siendo incapaz de mantenerse estable en mi cuello se bamboleaba de un lado a otro. Retuve la bilis en mi garganta hasta que logre tragármela de nuevo. Superar el mareo fue otro reto. Tras unos minutos fui capaz de lograrlo. Entonces, tomé conciencia de mi situación actual.

Estaba de rodillas y con mis pies amarrados. Intenté llevarme las manos a la cara pero noté que estas se encontraban inmovilizadas muy por encima de mi cabeza, bien sujetas con una gruesa cadena fijada a una argolla en la pared.

Ya no estaba en la habitación de arriba, sino en la sala. Evidentemente ese enfermo mental tuvo tiempo para moverme luego de noquearme.

Pegado a la pared frente a mí estaba Méndez. Un chorro de sangre ya seca atravesaba su rostro, desde la frente hasta su quijada. Aun respiraba, cosa que agradecí enormemente, aunque su respiración era débil.

Una gran cantidad de velas negras encendidas iluminaban la habitación, gracias a ellas pude ver las manos de mi compañero. Estas al igual que las mías, colgaban de otra cadena unida a una argolla en la pared. Argollas que en el pasado seguramente fueron dispuestas allí para colgar una hamaca o algo parecido.

Cinco de los seis cadáveres que habíamos visto arriba estaban apilados sobre un círculo de tiza en el medio de la habitación, justo entre Méndez y mi persona. Sólo faltaba el cuerpo del otro policía. Sus ojos opacos y la palidez que exhibían sus pieles me demostraron que cual animales de un matadero, aquellas pobres personas habían sido desangradas en su totalidad.

—¡Méndez, despierta! —dije intentando no alzar mucho la voz, pero él seguía inconsciente.

Tiré con toda mi fuerza pero no pude liberarme, la cadena que me apresaba estaba bien fijada a la pared, y desde mi posición no podía generar la energía suficiente para desprenderla. El miedo me doblegó, no pude evitarlo. Estábamos con la mierda hasta el cuello y no podíamos hacer nada para detener a ese perturbado mental.

Enseguida mi captor salió de la cocina de la vivienda, traía consigo lo que parecía ser un gran sillón tapizado en cuero. Creí haber visto ese mueble arriba, sin embargo, no estaba muy seguro. Ni siquiera se molestó en mirarnos, pasó por delante de nosotros y plantó el mueble de frente al cúmulo de cadáveres. Luego avanzó al pasillo y entró al baño, de donde sacó cuatro baldes que chorreaban un líquido rojizo que no tardé en reconocer.

Alzo con sus dos manos el primero de los baldes mientras susurraba alguna clase de canto, luego vació el contenido del balde sobre el sillón. Este proceso lo repitió con el segundo balde hasta que vio al mueble totalmente pintado en un tono escarlata.

Él se arrodilló y pegó su cabeza al suelo en lo que parecía ser una reverencia. Luego de eso se levantó y se adentró en las habitaciones inferiores, cuando volvió traía en sus brazos el cuerpo del policía de Royal Coast. Con cuidado lo dejó caer sobre el sillón y le vacío el contenido los baldes que restaban, después volvió a agacharse para recitar aquel cántico que esta vez pude escuchar con mejor.

 

¡Oh, Marbas!

Sit quaeso posuisti refugium tuum.

ut adveho loqui

¡Oh, Marbas!

 

El olor del cuerpo me indicó que este acababa de ser cubierto con lo que sin lugar a dudas era una cantidad abismal de cera caliente de velas negras. No imagine escenario posible en el que aquel hombre pudiera estar vivo y soportar aquella tortura sin siquiera gritar, así que lo di por muerto.

El ocultista se mantuvo orando por varios minutos. Entonces sin previo aviso y para mi sorpresa, el cuerpo del policía lanzó un grito desgarrador, que se prolongó por diez segundos, luego de eso empezó a balbucear y gruñir.

—¡Oh, mi señor! —clamó alegremente el ocultista, arrastrándose para besar los dedos de los pies del policía cubierto en cera.

—Mi señor, yo sabía… Yo sabía que usted vendría a mí, estoy sumamente feliz por lo que está pasando. Gracias mi señor, gracias. ¿Las ofrendas son de su agrado?

En aquel momento fue como si una gran corriente eléctrica atravesara mi corazón. Deseé desde lo más profundo de mi corazón no haber escuchado la palabra “ofrendas”, pero aquello era engañarme, si lo había dicho.

Yo no entendía lo que sucedía, ese hombre debía ser un cadáver, y ahora no paraba de gruñir y lanzar unos alaridos tales que no tardarían en dañar sus cuerdas vocales. ¿Acaso el maldito había drogado al policía? Tal vez la droga lo hizo bajar su respiración al punto que no fui capaz de percibirla, y ahora él estaba sufriendo un ataque.

El asesino se levantó de golpe, luego sacó de su túnica un cuchillo ornamentado con un mango dorado. Lo contempló en sus manos y luego fijó sus ojos en Méndez, aquella expresión era la de un buitre esperando la muerte de un animal sobre el cual rondaba.

—¿No se puede expresar, mi señor? —comentó suavemente al escuchar los gruñidos del hombre de cera—. Seguro hace falta otro sacrificio, usted no está del todo fuerte. Yo lo haré, no se preocupe, soy un buen sirviente.

El hombre caminó hacia Méndez con aquel puñal en su mano, luego se agachó, tiró fuertemente de sus cabellos y empujó su cabeza hacia atrás, para posicionar el delgado y voraz filo del arma frente al cuello de mi compañero.

—¡Oye! ¡Maldito animal! —bramé dejándome llevar por la rabia—. Desátame para que veas lo que es bueno...

El ocultista soltó a Méndez en ese instante y se giró rápidamente para clavar sus ojos en mí. Aunque aquel no fue un movimiento común, por instantes aquel sujeto me pareció una máquina fría y carente de vida. Era un ser sin mente y sin juicio.




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