Universo League Of Leguends: La Leyenda Del Rey Lobo

Capitulo XXXVIII: Los Desfiladeros de la Muerte.

Los Alpes Masillicos, octava estación,

Un hombre, cubierto su cuerpo con pieles de elnuk, se arrastraba sobre la nieve de la cumbre. Había tardado horas en ascender hasta aquel lugar. Sus jefes le habían encomendado aquella misión por ser el más hábil a la hora de escalar y trepar por las alturas de las montañas. Arrastrándose despacio, con suma precaución pues sabía que el precipicio estaba oculto bajo un manto de nieve cada vez mas escasa, llegó hasta el mismo borde del abismo. Levantó la mirada cubriendo sus ojos con la palma de la mano para protegerlos del resplandor intenso y extraño del sol que solo había salido sobre las cumbres blancas de los Alpes. Sus ojos escudriñaron el desfiladero durante unos segundos hasta que descubrieron su objetivo: en el horizonte, allí donde empezaba el estrecho paso entre las montañas heladas, se vislumbraba una larga y serpenteante fila oscura que, lenta y trabajosamente, parecía avanzar hacia el desfiladero. Se quedó unos minutos observando cómo la zigzagueante serpiente adquiría una forma más definida hasta que sus diferentes componentes empezaron a ser discernibles de forma independiente: centenares de hombres a pie; mujeres encima de jabalis gigantes, decenas de jinetes, y carros con sacos, telas, víveres y, lo más sorprendente, al final de la serpiente de soldados y jinetes, se adivinaba la silueta extraña de unas bestias desconocidas que como gigantescos osos que caminaban lenta y sigilosamente; eran unas temibles criaturas que bramaban con una furia ensordecedora cuyos gritos largos y continuados parecían ascender por las paredes del desfiladero haciendo temblar a las propias montañas. El hombre volvió a deslizarse en silencio, esta vez hacia atrás, alejándose del borde del precipicio y, cuando estuvo ya a una distancia prudente como para poder levantarse sin ser visto, se puso en marcha y, con toda la velocidad que sus piernas, bajó aceleradamente de la cumbre para informar a los jefes de su tribu.

-------

El ejército de Sejuani avanzaba cansado por el inusitado esfuerzo del ascenso en las montanas. El viento gélido bajaba por el camino con una furia inusitada y el ejército de la matriarca se encontraba agotado. Agotado por los diferentes enfrentamientos que había tenido que disputar ya con distintas tribus hostiles a su presencia en aquella remota región del Freljord. La matriarca era consciente de la amenaza de las tribus salvajes que ahora habitaban en la región de los Alpes, pero desde entonces nada se sabía de ningún contingente importante de hombres o tribus que hubiese conseguido pasar con éxito por los desfiladeros de los Alpes. Habían sufrido multitud de ataques de pequeñas tribus, pero habían sido escaramuzas que se habían resuelto siempre a su favor tras una contienda breve en las laderas de las montañas. Aquellos desfiladeros, sin embargo, preocupaban a la matriarca, por lo angosto del espacio que dejaban para las tropas y por lo escarpado de las paredes que se levantaban a ambos lados, pero no había ya alternativa ni posibilidad de vuelta atrás. Los días pasaban y pronto llegaría la helada. Cada vez había más nieve en las cumbres que los rodeaban y era posible que en unos días los pasos quedaran impracticables. Sólo restaba seguir el avance hasta el final, hacia un incierto desenlace. Por primera vez Sejuani dudó de su victoria.

Rocas de gran tamaño empezaron a caer desde lo alto de las paredes del desfiladero. Primero se oía el silbido que los peñascos producían al cortar el aire con el filo de sus aristas en su interminable caída por el abismo de las montañas circundantes, hasta que al fin se oía el enorme impacto sobre el suelo del estrecho paso. A veces el impacto era como mitigado, no tan seco, sino como una extraña mezcla de chasquidos con un amortiguado pero truculento golpe contra la tierra. Eso último significaba que la roca había alcanzado su objetivo despeñándose sobre una decena de soldados sorprendidos por aquella lluvia de piedras gigantes. Hombres y osunos se refugiaron en los bordes de las paredes, ya que éstas parecían adentrarse hacia el interior de la montaña quedando así a cubierto aquellos que allí se guarecían de las rocas lanzadas desde la cumbre. Un osuno fue alcanzado por un peñasco del tamaño de su cabeza, lo desequilibro y acto seguido lo envió a su inevitable muerte. La matriarca empezó a dar ordenes:

---- Mantened la formación, y dejen todo lo pesado.

El resto asintió.

Tardaron dos horas en organizarse. Sejuani fue reforzando los contingentes que ascendían hacia las cumbres. Los salvajes lucharon en las cimas de las montañas, pero cada vez subían más y más hombres. Un día, en lugar de llover piedras, llovieron cuerpos y cabezas osunas sobre el desfiladero. Sejuani se separó de la pared de la montaña para observar el cuerpo de uno de los muertos: estaba cubierto de pieles, tenía varias heridas de espada en las piernas y brazos y el pecho partido, reventado por su impacto al caer desde la cumbre. Pronto empezaron a caer más y más cuerpos similares. Sejuani volvió a refugiarse a la espera de que sus hombres terminasen de limpiar la cumbre. En media hora las rocas que supusieron la primera lluvia mortal sobre aquel desfiladero quedaron enrojecidas por el impacto de centenares de cuerpos, aquellos que en un primer momento lanzaron las piedras. Ahora, juntos, reposarían en el desfiladero por los siglos de los siglos.

------

El ejército se puso en marcha de nuevo.

Tras de sí quedó el angosto desfiladero de la muerte, como lo habían bautizado los osunos en sus días de refugio en las paredes de aquel paso montañoso. Prosiguió entonces el interminable avance, esta vez ya hacia el oeste, en busca de la salida de aquel laberinto de montañas infinitas y heladas. El invierno avanzaba y cada vez encontraban nieve más baja y más profunda. Los osunos aguantaban el frío razonablemente, conocedores de las frías noches en su isla originaria, pero caminar sobre la mojada nieve y resistir los sabañones que la humedad provocaba en sus pies era nuevo para ellos. Además, tras el frío de la noche no veían ni una brizna de calor, sino que el frío gélido parecía quedarse con ellos todo el día, y aunque el sol intentaba calentar ligeramente, cada vez estaban más débiles y, con frecuencia, pasaban el día entero de ese modo, pues las nubes parecían vivir en aquellas montañas y no desplazarse un ápice. Luego venía la lluvia en forma de granizo y, si bajaba la temperatura, se transformaba primero en una lluvia extraña y helada y luego en nieve que se acumulaba en la ruta que debían seguir ralentizando aún más su paso. Así pasaron las siguientes semanas, hasta que un día llegaron al final del camino: en un nuevo desfiladero el paso les quedaba completamente cortado por una lisa muralla de hielo; se trataba de un alud de roca y nieve que había caído desde lo alto de las montañas y que con la cercanía del invierno se había recubierto de una gruesa capa de hielo. Un muro infranqueable. Sejuani se paso la lengua por los labios y se quedó observando aquella muralla de la naturaleza, sin ladrillos, sin grietas, más alta que las murallas de Basilich o el poderoso Bastion Inmortal o cualquier otra ciudad que conociera, más profunda que el mayor de los fosos; impenetrable, imperturbable e indiferente a los hombres, a sus ejércitos y sus luchas. Ante ellos, los dioses interponían el obstáculo definitivo. Sejuani se volvió hacia sus guerreros y osunos, y los contempló agotados, muchos de ellos sentados sobre la nieve, entre aturdidos y desahuciados, observando con estupor aquel muro que se alzaba ante ellos. Habría preferido un muro de hombres o un ejército de salvajes o a Ashe con sus patéticos avarosanos.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.