La pelinegra estaba contenta con el resultado de su disfraz, la peluca rubia le quedaba bien y las lentillas azules no eran tan molestas como creyó que serían. Para completar su atuendo tenía un traje deportivo, se había colocado la pintura de color purpura sobre la nariz, difuminandola a su alrededor y tenía una caja de goma de mascar en el bolsillo.
La clave está en la simpleza de los detalles.
Vestirse y maquillarse fue la parte sencilla, lo difícil era lidiar con el rubio.
—Tienes que usar la máscara, sin ella el disfraz no está completo —insistió Amber por décima vez, tendiendole dicho objeto.
—Claro que lo está, soy el príncipe azul —dijo señalando su vestimenta— aunque para ser honesto no es algo difícil con este perfil —apuntó a su rostro.
Amber se pasó una mano por la frente suspirando, recriminando en su mente a su abuela y tía por haber inflado tanto el ego del muchacho.
—¿No crees que es algo demasiado básico? Si te pones serás el príncipe de la bella y la bestia —lo tomó de los hombros y lo puso frente al espejo.
»Vas por ahí con el disfraz completo y cuando encuentres a tu princesa te quitas la máscara y ¡Boom! —lo sacudió— felices para siempre —concluyó.
—Yo ya tengo a una princesa —le recordó—, y en todo caso ella sería Ariel, no Bella.
Vaya que Amber estaba teniendo problemas para salirse con la suya ese día.
—Puede haber gente con disfraces escalofriantes —explicó— ¿Realmente quieres que todo el mundo vea la cara de terror de Blake Lancaster cuando aparece un niño con una sábana en la cabeza?
El rubio lo sopesó por un momento.
—Dame eso — dijo arrebatándole la máscara a su prima.