La semana transcurrió sin mayores complicaciones. Dianna completaba sus turnos en la cafetería, regresaba a casa, se duchaba, revisaba su celular de vez en cuando y se acostaba a dormir. Su rutina era simple, casi automática. A veces hablaba con Andrew, aunque no eran conversaciones profundas: "¿Qué estás haciendo?", "¿Cuál es tu color favorito?", "¿Qué tipo de películas te gustan?" La mayoría de las preguntas venían de él. Dianna respondía con frases cortas, respuestas que parecían más por cortesía que por interés real. Andrew empezaba a notar su distancia, pero entendía que no era algo personal. Sabía que ella aún cargaba con su duelo.
Un sábado por la mañana, Andrew le envió un mensaje:
"Te invito mañana a pasar la tarde en una reserva natural cerca de la ciudad. Vamos a hacer manualidades con lana, habrá vino y queso... dicen que eso ayuda mucho para sanar corazones rotos."
Dianna, como cada mañana, esperaba a Priya frente a su apartamento. Revisó su celular y al leer el mensaje se quedó congelada. No supo qué responder. El corazón le latía con fuerza, no por emoción, sino por el peso de la decisión. ¿Estaba lista para decir que sí a algo que parecía tan inocente pero que sentía tan amenazante?
Justo entonces, escuchó el claxon de siempre. Priya había llegado. Ella levantó la vista lentamente, con el celular aún en la mano.
—¡Chica, súbete al carro! —gritó Priya desde la ventana—. ¡Te van a pisar los pies y te van a quedar todos planos!
Dianna subió sin decir una palabra, aún viendo la pantalla de su celular como si contuviera una bomba. Priya, al notarlo, le arrebató el teléfono sin pedir permiso.
—¿A ver qué es lo que te tiene así? —dijo mientras leía—. ¡No puede ser! Si tú no lo vas a contestar, lo haré yo. ¡Tienes que salir con más personas que no sean solo yo, amiga! Ubícate y organízate.
—Priya, por favor... —susurró Dianna con desesperación—. No me hagas eso.
—Muy tarde —dijo ella con una sonrisa traviesa—. Ya contesté.
Dianna le quitó el celular de las manos de inmediato, como si pudiera revertir lo inevitable. Miró la pantalla.
"Por supuesto. Nos vemos mañana."
Se quedó en silencio. No podía creer lo que acababa de pasar. Algo dentro de ella tembló, como si ese simple mensaje hubiese movido las primeras piezas de un cambio que no sabía si estaba lista para vivir.
Por otro lado, Andrew estaba en el trabajo. Aunque no se dedicaba a lo que realmente amaba, había aprendido a encontrarle valor a lo que hacía. No trabajaba en una compañía de arte ni en algo relacionado con su carrera, sino en una empresa de desarrollo de aplicaciones. No era su vocación, pero según sus propias palabras, era algo que le servía demasiado.
Desde el colegio había estado rodeado de cursos de programación. En su entorno, se esperaba que los chicos se dedicaran a la tecnología. Sin embargo, lo que realmente le apasionaba era el arte. Esa fue la razón por la que, tiempo después, decidió dejar Inglaterra y mudarse a un país donde pudiera estudiar arte libremente. Para sobrevivir mientras tanto, trabajó casi seis meses en una empresa tecnológica, como lo hacía ahora.
Sentado en su oficina, revisaba su celular de forma mecánica para ver qué se había escrito en el grupo de trabajo. Aunque el español aún le costaba, hacía un esfuerzo constante por mejorar, especialmente cuando se trataba de escribirle a Dianna. Cada vez que le enviaba un mensaje, revisaba la ortografía con cuidado. Le preocupaba que ella malinterpretara algo o, peor aún, que sus mensajes no despertaran ningún interés.
Por un momento pensó en apagar el celular para concentrarse, pero justo entonces vio la respuesta de Dianna. Sonrió como si el día hubiera cambiado por completo. Sin pensarlo dos veces, escribió:
"Mañana paso por ti. Si quieres, mándame la dirección de tu apartamento."
Estaba tan absorto en su felicidad que no notó cuando uno de sus compañeros se acercó, lo miró con curiosidad y se dejó caer en la silla junto a él.
—No sabía que al inglés le gustaban las extranjeras —dijo con una sonrisa burlona—. Normalmente es al revés.
Andrew lo miró con una expresión divertida y simplemente respondió:
—Tal vez es hora de cambiar la historia.
Su amigo Santiago, que se encontraba hojeando una carpeta sin mucho interés, levantó la vista, leyó de reojo la pantalla del celular de Andrew y frunció el rostro con una mueca de burla.
—Eso fue muy cursi de tu parte —dijo, entre risas—. Aunque no me sorprende viniendo de ti. —Se acercó un poco más y leyó el nombre en la conversación—. ¿Dianna? Mmm... quiero conocer a esa tal Dianna. Quiero saber si es tan linda como para... acostarme con ella.
Andrew lo fulminó con la mirada, visiblemente molesto.
—¿Eso es lo único en lo que piensas cuando ves a una mujer?
Santiago encogió los hombros con desinterés y, con una sonrisa irónica, le dijo:
—Tranquilo, mi amigo sentimental... —volvió a mirar la pantalla, ignorando el creciente enojo de Andrew—. Solo digo que se ve como esa clase de chica que no querrías tener en la cama. Ya sabes cómo dice mi papá: no hay nada más aburrido que acostarse con una deprimida.
Andrew se levantó bruscamente de su asiento.
—Eso no es asunto tuyo —espetó, con los puños apretados—. Y para que sepas, esta tarde voy a visitarla.
Santiago se recostó en su silla, como si la conversación no le afectara en lo más mínimo, y replicó con sorna:
—¿Quieres decir "vamos" a visitarla? Primero terminemos de trabajar, y después... ya veré si esa "nena linda" vale la pena.
Andrew respiró hondo, tratando de controlar su temperamento. No quería hacer una escena en la oficina. Pero una cosa le quedaba clara: Santiago no pondría un pie cerca de Dianna.
Las horas pasaron entre trabajos y entregas. Para Andrew, fue todo un reto no dejarse llevar por los nervios. No podía evitar pensar en cómo reaccionaría Dianna cuando lo viera por segunda vez. Estaba extremadamente inquieto, aunque intentaba que su amigo no lo notara.