Andrew separó a Santiago y lo alejó del mostrador. Antes de mirar a Dianna, le lanzó una mirada seria a su amigo para que se comportara. Santiago solo se le rió en la cara y fue a sentarse en una de las mesas.
Su compañera Luisa miró a Dianna con expresión de sorpresa y luego volvió la mirada hacia Andrew, que ahora estaba completamente rojo de pena. Sin decir mucho, él se acercó y pidió un café frío, una gaseosa y dos almuerzos para comer en el lugar.
Cuando pasó frente a Dianna, intentó disculparse, pero antes de poder hablar, ella le dijo con un tono algo rudo, aunque sin ser hiriente:
—¿Sueles rodearte de gente tan patán como tu amigo? El del peinado raro...
Andrew, con la mayor delicadeza posible, le respondió:
—Lo siento por mi amigo. Es algo... directo. Él dice que es normal, pero igual, discúlpame por su comportamiento. Aunque... me interesa saber si la salida sigue en pie.
Ella evitaba mirarlo por miedo a sufrir un ataque de ansiedad. Sin embargo, sentía su mirada sobre ella... como la de un perrito buscando atención.
Andrew insistió suavemente:
—Por favor, mírame y dime si la salida sigue en pie.
Dianna levantó la mirada, aunque se quedó un poco paralizada. La personalidad de Andrew era tan parecida a la de Nicolás que le dolía.
Todavía recordaba aquella vez que a Nicolás se le ocurrió irse a la playa porque había ganado unos pasajes en un concurso. Lo malo fue que el viaje era en horario laboral. Pero para Nicolás no era difícil pedir permiso, ya que tenía su propio emprendimiento. Había estudiado Administración de Empresas y había montado una empresa que ayudaba a pequeños negocios a crear métodos financieros sostenibles. Por eso, podía tomarse vacaciones cuando quisiera.
En cambio, Dianna odiaba pedir permisos, incluso si su mejor amiga Priya era su jefa. Nicolás solía usar una táctica muy suya para convencerla: le hacía "ojitos de perrito". Se veía tierno, con esos ojos color verdes con cafes claro que parecían pedirlo todo sin hablar. Dianna solía decir que Nicolás parecía uno de esos perros de raza, un labrador todo el tiempo. Y tenía razón: con su pelo rubio y pecas, era como si hubiera sido un perrito labrador en una vida pasada.
Recordaba ese momento como si hubiera sido ayer. Estaba sentada viendo películas en el sofá de la casa de Nicolás. En la pantalla pasaban una escena de la playa. Él, con toda la confianza del mundo, se recostó en su regazo y, con esa mirada de "perrito", le dijo:
—Sabes, estos días fui de compras... y adivina una cosa.
Ella sonrió y le acarició el cabello con ternura.
—¿Qué pasó? ¿Una señora te hizo un escándalo?
Él se rió, negando con la cabeza.
—No, ¿cómo crees? Estaban rifando unos boletos para ir a la playa... y viendo esto, pues, es el momento perfecto para contártelo: gané uno.
Es para quedarnos en un hotel muy bonito. De esos caros, que quedan justo frente al mar. Son en días laborales, en semana.
Ella lo miró con curiosidad, pero también con algo de preocupación.
—¿Y para qué fechas es?
Él hizo esa cara de "sé que te vas a negar", pero igual respondió con una sonrisa.
—Justamente para esta semana. Entre semana. Sé que no te gusta pedir permiso, aunque Priya sea tu amiga, pero... no quiero ir solo. Quiero ir contigo. Además, si se lo explicas bien, tal vez lo entienda.
Dianna recordó todo eso como si su subconsciente la hubiese arrastrado a través del tiempo. Tan real, tan nítido, tan reciente.
De pronto, Andrew le tocó el hombro suavemente y repitió:
—¿Sigue en pie?
No quería decirle que quien había respondido el mensaje fue su amiga Priya. No quería parecer grosera. Así que simplemente dijo:
—Sí... sí, sigue en pie.
Andrew respiró aliviado, como si hubiese estado conteniendo el aire por horas.
—¿Puedes darme tu dirección? —preguntó, con voz calmada.
Ella asintió, tomó un papel —justo el de la factura del pedido— y escribió su dirección. Andrew le sonrió con calidez, tomó la bandeja de comida, y antes de irse le dedicó una última sonrisa que hizo que Dianna se sonrojara levemente.
Desde su mesa, Santiago había estado observando toda la escena con una sonrisa torcida. Cuando Andrew se acercó con la comida, Santiago comentó con sarcasmo:
—Espero que te haya dado la dirección de la muñeca para hacer cosas... ya sabes de qué tipo. No creo que los ingleses sean tan santos como para no saber a qué van.
Andrew lo fulminó con la mirada.
—¿Puedes dejar la calentura para otro momento?
Santiago se encogió de hombros.
—¿Por qué tan delicado?
Andrew lo miró con una mezcla de rabia y decepción.
—Sé que me has ayudado antes con esto de encontrar pareja —dijo, conteniendo su enojo—, pero esta vez no necesito tu ayuda. Quiero que te mantengas lejos de Dianna.
Santiago se encogió de hombros con arrogancia, apoyando un brazo sobre la mesa mientras lo miraba con esa sonrisa sobradora.
—No voy a dejarte solo con ella. Sabes cómo es la naturaleza de las mujeres. Y sabes cómo terminaron las chicas con las que salías: todas acabaron acostándose conmigo. Y no voy a parar hasta demostrarte que esta no es la excepción.
Andrew lo fulminó con la mirada, su mandíbula tensa por la rabia.
—Eres muy bueno invitando cerveza y sacando a bailar —le respondió, frío—, pero no tan bueno como para dejar en paz a las chicas que realmente me importan.
—Tienes que agradecerme —replicó Santiago con descaro—. Te he librado de mujeres que no valían la pena. Si se acuestan conmigo, se acuestan con cualquiera. Tienes que tener eso en mente, amigo.
Andrew ya no sabía si había sido buena idea traerlo otra vez. Parte de él pensaba que tal vez podía ser una especie de prueba, un modo de ver si Dianna realmente era diferente. Pero, después de todo lo que le había contado Priya sobre ella... tal vez estaba jugando con fuego.