El día marcado para su salida con Andrew finalmente había llegado, pero Dianna no se sentía preparada. Llevaba días repasando mentalmente ese encuentro, dudando, luchando con la idea de salir con alguien que no era Nicolás. Estaba cansada de la insistencia de Priya, que no dejaba de repetirle que debía abrirse de nuevo, conocer a alguien... pero para Dianna eso no era tan fácil.
Aun con la mente llena de pensamientos contradictorios, se vistió. No había elegido algo especial, solo un vestido blanco y unas botas que estaban a la mano. Se sentó a esperar cualquier señal, tal vez una llamada, un mensaje... Y cuando el timbre de su celular sonó, su corazón se detuvo un instante. Era Andrew: "Lo siento por llegar tarde. Estoy abajo."
Suspiró y respondió con serenidad:
—No te preocupes... De todas formas, me había levantado tarde. Ya bajo. Espérame un momento.
Antes de salir, dio una última mirada a su apartamento. Aquel espacio que alguna vez compartió con Nicolás, donde cada rincón aún guardaba su sombra. Su consciencia le gritaba que debía irse de allí, empezar de nuevo. Pero no podía. Ni económicamente ni emocionalmente. Mudarse sería como aceptar que todo lo vivido con él se había perdido por completo, y ella aún no estaba lista para eso.
Bajó a encontrarse con Andrew, quien la esperaba en su moto. Tragar saliva fue inevitable; no era fan de las motos. En realidad, ni a ella ni a Nicolás les gustaban. Él siempre prefería los autos. Se acercó con nerviosismo y, antes de subirse, le preguntó con tono dudoso:
—Por favor dime que el lugar está a un minuto de aquí.
Andrew la miró, sonrió, y con un gesto cinematográfico se quitó el casco.
—Primero que todo, buenos días. Segundo, no te preocupes. No está tan lejos, te lo prometo.
Dianna tomó el casco con cierta resignación y se subió a la moto con algo de dificultad, sintiéndose incómoda con su atuendo. A punto estuvo de pedirle que mejor tomaran un taxi, pero Andrew ya había arrancado. Aunque la velocidad era normal, para ella era demasiado. No sabía en qué agarrarse, no quería abrazarlo ni tocarlo... así que lo único que encontró fue su maletín.
El viaje se alargó más de lo que imaginaba. El paisaje cambió, los edificios desaparecieron y pronto se encontraron saliendo de la ciudad. La carretera se volvió curva, y Dianna sintió pequeñas oleadas de pánico. Apenas podían intercambiar palabras, así que solo se aferró y deseó que todo terminara pronto.
Finalmente, llegaron a un campo amplio desde donde se veía el mar a lo lejos. El viento soplaba con suavidad y el pasto teñido de amarillo parecía danzar con cada ráfaga. Andrew la ayudó a bajarse, notando su temblor.
—Llegamos. Espero que te guste el paisaje.
Ella asintió en silencio. Estaba tensa aún, pero algo en ese lugar empezó a calmarla. Andrew le tomó la mano con delicadeza y la guió hasta la cima de una colina, donde el campo se abría como un cuadro vivo. El cielo parecía más grande allí.
—¿Ves? Es muy bonito... Lo curioso es que, para llegar a estos lugares, hay que pasar por un viaje que genera ansiedad —dijo él.
Dianna bajó la mirada, un poco avergonzada. Andrew continuó con voz suave:
—Es muy valiente de tu parte subirte a la moto de un desconocido.
Antes de que ella pudiera contestar, un hombre mayor con el traje manchado de pintura se acercó.
—Andrew, te estamos esperando. Me alegra ver que trajiste compañía. Tú sí cumpliste, no como tus compañeros —dijo con una sonrisa.
—Acompáñenos —añadió el hombre, haciendo un gesto.
Dianna siguió a Andrew y al profesor hasta una zona con carpas y telescopios. Al verla sorprendida, Andrew aclaró:
—No, no vamos a quedarnos a dormir. Son algunos compañeros que se quedarán a ver las estrellas. Dicen que aquí se pueden ver todas. Pero sé que tú no querías eso, por eso no te lo mencioné.
El profesor les preguntó si ambos iban a pintar. Dianna respondió tímidamente:
—Creo que solo él. Yo no soy buena para eso. Dibujé hace mucho...
—Todos dicen eso —respondió el hombre, sonriendo—. Pero casi todos terminan participando.
Andrew sacó una botella de vino de su maletín.
—Este tipo de paisajes merecen algo especial —comentó con complicidad.
Mientras él armaba el caballete, Dianna se sentó a observar. Andrew le hizo señas para que se acercara. Aunque al principio se negó, algo en su mirada —esa expresión parecida a la de Nicolás cuando quería convencerla de algo— la hizo ceder.
—¿Sabes por qué pintar es tan relajante? —le preguntó Andrew.
—¿Por qué?
—Porque te olvidas de todo a tu alrededor, pero al mismo tiempo te haces consciente de él. Dejas de mirar solo un punto y empiezas a ver el todo. Descubres que la vida tiene más. Que hay cosas hermosas... y también feas —señaló una tormenta acercándose a lo lejos—. Pero todo eso hace parte del paisaje.
Ella sonrió, y él le ofreció un pincel.
—Es curioso que no todo lo blanco sea blanco.
—¿Cómo así?
—Las nubes, por ejemplo. No son blancas como creemos.
Ella lo miró escéptica.
—Pero las nubes son blancas...
Él no respondió con palabras, solo lo mostró pintando. Al principio ella se apartó, diciendo que él era el experto, pero después observó con fascinación cómo los tonos oscuros se convertían en formas que su mente asociaba con blanco. Era mágico. Le brillaron los ojos y le pidió que le enseñara. Andrew aceptó encantado.
Al poco tiempo, el viejo profesor volvió a aparecer, con una sonrisa pícara.
—Andrew, ese cuadro está muy solo. ¿Por qué no le pides a tu acompañante que corra por el campo? Tal vez se vea muy bonito.
Ella lo miró como si fuera una locura, pero al observar a otra pareja haciéndolo, algo en su pecho se aflojó.
—Está bien —dijo, casi como un suspiro.
Al principio caminó con timidez, sintiendo el pasto en sus pies. Pero entonces el viento sopló entre su cabello, y fue como si algo se liberara dentro de ella. Comenzó a correr. A reír. Andrew la observó con una mezcla de asombro y alegría mientras intentaba capturar ese momento en el lienzo.