Until the Afterlife

parte 7

El cielo comenzaba a oscurecer, tiñéndose de tonos lilas y azul profundo. Fue entonces cuando Andrew destapó el vino y sacó dos copas. El viento acariciaba el pasto con una suavidad casi cinematográfica, como si estuvieran dentro de un sueño, en un lugar donde cualquiera desearía estar. Para Dianna, era como si todos sus problemas se disolvieran de repente. Sentada con una copa en la mano, mirando a lo lejos el mar y sintiendo el viento jugar con su cabello, sintió que ese instante era un regalo. Un respiro del universo. Aunque sabía que Andrew no era Nicolás, había algo en ese momento que se sentía casi como si él se lo hubiera enviado desde otro lugar.

Entonces Andrew le preguntó:

—¿Qué te hizo cambiar de opinión y quedarte aquí? Pensé que no querías quedarte.

Ella suspiró antes de responder:

—Creo que es la primera vez en mi vida que realmente puedo relajarme. Y eso... eso es mucho decir. Por fin dejo de pensar en cosas malas.

Él bromeó suavemente:

—¿Estamos hablando del trabajo, verdad?

Ella lo miró con una mezcla de tristeza y molestia. Estaban sentados en el pasto, y entre ellos había dejado la botella y su copa, marcando cierta distancia. Andrew volvió a intentar:

—Voy a suponer que hablas del trabajo.

—Es mejor que supongas eso... Ni—... Andrew...

Él casi derrama el vino al escuchar las iniciales de ese nombre. En el fondo sabía que no debía decir nada, pero el eco del pasado era demasiado fuerte. Tal vez ella se había dejado llevar tanto por sus recuerdos que por un segundo lo confundió con Nicolás. No lo dijo en voz alta, pero lo pensó. Y ella lo notó.

—Di lo que tengas que decir —le dijo, observándolo con seriedad.

—No puedes ocultar tu tristeza para siempre —respondió él con sinceridad—. Eso también es parte de la vida.

—¿Y cómo se hace eso? —preguntó ella con incomodidad en la voz.

—La pérdida forma parte de estar vivos. Si intentamos enterrarla o huir, solo sufrimos más. No siempre vamos a tener un campo como este para olvidarlo todo.

Ella, sin mirarlo, fija su vista en el mar.

—¿Y tú cómo sabes si puedes seguir con tu vida después de perder a alguien? ¿Acaso tú ya perdiste a alguien? No quiero ser grosera, pero lo dudo. Generalmente las personas que hablan así... no han perdido a nadie.

Andrew se quedó en silencio un momento. Bebió un poco de vino y miró hacia el lado del cielo que aún tenía un resplandor de día. Luego miró por encima del hombro a Dianna, ya envuelta por la noche. Suspiró.

—Tienes razón. Aún no he perdido a nadie. Pero... mi hermano está en el hospital. Tuvo un accidente muy grave. Los médicos me dijeron que es mejor que empiece a prepararme… que puede morir en cualquier momento.

Ella bajó la mirada.

—Eso es bueno saberlo —dijo con suavidad, sintiéndose culpable—. Perdón por lo que te dije antes.

—No pasa nada. Perdona tú también, no debí tocar ese tema tan a la ligera. No consideré por lo que estás pasando. Sabes qué… mejor dejemos eso atrás. Escuché que hoy habrá una lluvia de estrellas.

Ella asintió y, sin decir nada más, se terminó su copa de vino de un solo trago. Se levantó y caminó hacia el mar. Él la siguió, hasta que llegaron a un punto más alto de la colina, donde el viento soplaba con más fuerza. Ella cerró los ojos y dejó que las lágrimas corrieran libremente por su rostro. Andrew no se acercó más. Comprendía que ella estaba teniendo un momento de desahogo. Y entonces pensó en su hermano. En todo lo que había leído sobre el duelo. ¿Estaría realmente preparado para vivir algo como lo que ella estaba enfrentando? Por un momento, sintió que no. Que nada lo prepararía. Tragó sus pensamientos. Ese día no era para él. Era para ella.

Pero entonces, Dianna rompió el silencio:

—Tú me pintaste… pero nunca vi el resultado.

Él se tensó, nervioso.

—Creo que no está listo. No… no creo que te vaya a gustar.

—¿Por qué eres tan duro contigo mismo?

Andrew solo sonrió, peinándose con los dedos mientras el viento le desordenaba el cabello. Dudó un segundo, pero luego la guió de regreso al lugar donde estaban los materiales. Allí, sacó el cuadro. Dianna lo miró en silencio, con los ojos bien abiertos. Los colores, las pinceladas, el movimiento del vestido que tanto había lamentado usar… todo se veía hermoso. Se cubrió la boca con la mano y lo miró con emoción:

—Es hermoso.

—Si quieres, puedes llevártelo.

Ella buscó su firma en el cuadro y dijo con una sonrisa:

—Pero primero tienes que firmarlo y escribir algo bonito para mí. Tal vez algún día seas una persona importante.

Él se rió con ternura.

—No creo que eso pase. Tal vez mi vida termine en una oficina para siempre.

—Soñar no cuesta nada, ¿cierto?

En ese momento, la voz del hombre mayor los llamó desde la distancia:

—¡Miren al cielo! ¡La lluvia está empezando!

Dianna levantó la mirada justo cuando las primeras estrellas fugaces cruzaban el cielo y se reflejaban en el mar. Sus ojos brillaron como los de una niña. Andrew la invitó a recostarse sobre una manta que había colocado en el suelo.

Ella sonrió y se acostó, mirando hacia las estrellas.

—Estas son las cosas que solo pasan una vez en la vida —dijo él.

—Voy a atesorarlo para siempre —respondió ella, con una paz que no sentía desde hacía mucho tiempo.




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