Sin darse cuenta, Dianna se había quedado dormida en ese mismo lugar. Y entonces comenzó a soñar.
En su sueño, estaba sola, en ese mismo campo, pero no era de noche: era el atardecer. Todo estaba teñido de un naranja nostálgico, ese color que trae recuerdos que duelen con ternura. El viento soplaba directamente hacia ella, haciendo que el pasto danzara a su ritmo.
A lo lejos, vio a alguien acercándose al mar, que se encontraba embravecido. No podía ver bien quién era, pero en el fondo, lo sentía: lo conocía. Movida por un impulso, se dirigió hacia esa persona para decirle que no entrara al agua. Caminó lo más rápido que pudo, pero en un punto no logró avanzar más. Intentó gritar, pero no podía. La impotencia la invadía.
Entonces, esa figura misteriosa se giró, como despidiéndose. Fue ahí cuando logró ver su rostro: era Nicolás. Él estaba a punto de adentrarse en el mar.
Dianna se desesperó aún más, y gritó con fuerza... pero no sabía que también lo estaba haciendo fuera del sueño.
Andrew se despertó alarmado al escucharla moverse y gritar. Inmediatamente se acercó y la sacudió suavemente hasta despertarla.
—Dianna, ¡Dianna! —dijo preocupado.
Ella abrió los ojos de golpe, confundida, sudorosa, y al notar su alrededor, se tapó el rostro con vergüenza.
—Perdón... no sabía que estaba gritando —susurró, avergonzada.
Andrew le sonrió con calma.
—No pasa nada. Pero ahora que estás despierta, ¿quieres ver algo hermoso? Cuando amanece, el sol se alza justo desde el mar. Solo dime una cosa: ¿te gusta caminar o prefieres ir en moto?
Ella observó el camino. Estaba algo apartado y no se sentía con ánimos de caminar... pero tampoco estaba segura de volver a subirse a la moto. Tras pensarlo, asintió con resignación.
—Creo que lo mejor será ir... en moto.
—Tienes razón —dijo Andrew—. Si vamos a pie, podríamos perdernos el espectáculo.
Él se levantó primero y le ofreció la mano para ayudarla a incorporarse.
—Pero no vayas tan rápido —le pidió ella, con un gesto temeroso.
—Bueno... si vamos tan lento, nunca llegaremos —dijo él con una sonrisa que escondía la verdad: pensaba ir despacio, pero quería hacerla reír.
—Está bien... solo, lleguemos —respondió ella, sin discutir más.
Mientras él se dirigía a la moto, Dianna jugaba nerviosamente con sus manos. Cuando se subió detrás de él, cerró los ojos con fuerza al sentir que comenzaban a andar.
—Mira cómo los pájaros se despiertan y salen volando. Es hermoso —dijo Andrew.
—No quiero ver... —murmuró ella, tensa.
—Tienes que abrir los ojos... o te lo vas a perder.
Ella obedeció. Y entonces los vio: aves saliendo de los pastos secos, alzando vuelo como pinceladas vivas contra el cielo que comenzaba a aclararse. Era una imagen que no habría imaginado presenciar.
—Es raro ver esto en vivo —añadió Andrew—. Normalmente solo se ve por televisión. Algunos pájaros migran en esta época del año.
Dianna solo asintió y, sin notarlo, se sujetó de él con más fuerza. No se dio cuenta hasta que llegaron. Al darse cuenta, se sonrojó y se apartó un poco, intentando disimular.
A Andrew le pareció un gesto tierno. Sabía que era ansiedad, pero también sabía que significaba un pequeño avance.
Al bajar de la moto, caminaron hacia la orilla del mar. Ella dijo en voz baja:
—Está muy oscuro todavía...
—Mira —respondió él, mirando su reloj—. En un minuto sale el sol.
Ella le sonrió tímidamente y clavó la vista en el horizonte. El mar iba y venía con suavidad, rozando la orilla. De pronto, Dianna se quitó los zapatos y los dejó lejos, donde las olas no los alcanzaran. Andrew, al verla, hizo lo mismo. Juntos se adentraron un poco más al mar.
De repente, el cielo empezó a cambiar. Del azul oscuro pasó a un rojo cálido, anunciando la llegada del sol. Ella lo miró con la boca entreabierta. Un círculo de luz apareció lentamente en la línea del horizonte.
El agua comenzó a volverse más tibia, y el mar adquirió su clásico tono azul. Ella susurró:
—No recordaba cómo se sentía ver el amanecer desde el mar. Aunque... el 90% de las veces lo veía por televisión.
Andrew se rió suavemente.
—A veces vengo solo a ver el mar. Es relajante... como si el mar se llevara todas las malas energías.
—¿No sabía que creías en esas cosas?
—No creo exactamente... pero a veces es lindo creer. Te da un descanso de la realidad, de todo lo lógico.
Dianna aún se mantenía un poco alejada. No le tenía suficiente confianza, a pesar de lo que Andrew estaba haciendo por ella. Había algo, una barrera invisible, que la mantenía a una prudente distancia. Aun así, el sonido del mar, los colores del cielo, todo parecía tener una magia especial.
Finalmente, Andrew se acercó y le dijo:
—Es hora de irnos. Quiero invitarte a desayunar a un lugar donde la comida es increíble.
Ella asintió, y se fueron del lugar. Esta vez, le tenía un poco más de confianza. Aunque los paisajes hermosos ahora eran solo eso: paisajes. La magia del momento se había ido, pero ella guardaba la imagen en su memoria como un tesoro.
Mientras recogía sus cosas, Andrew vio que Dianna lo esperaba ya en la moto. Aprovechó el momento para escribirle una dedicatoria en el cuadro que le había hecho. Sin embargo, no sabía qué poner. Justo entonces, su profesor se acercó para despedirse.
—Espero que te vaya bien —le dijo el profesor—. Aunque voy a extrañarte en clase.
Andrew sonrió, distraído.
—¿Qué haces? —preguntó el profesor, curioso.
—No sé qué escribirle... ella quiere que le dedique algo en el cuadro que hice.
El profesor lo miró, pensativo.
—¿Quieres contarme sobre ella?
Andrew le habló sobre Dianna, sobre la pérdida de su novio, y de cómo deseaba que ella estuviera bien. El profesor sonrió con ternura y le dijo:
—Entonces escribe: "Este es un retrato de la vida. Para ti."