Marcelo miraba constantemente la puerta de entrada/salida del salón. Estaba sentado al final del salón, en el costado derecho que daba a la ventana del salón la cuál, al igual que en el salón de Claudio, miraba hacia el patio interno de la escuela.
Marcelo García Bustamante estaba sentado en un banco, los cuales eran agrupados de a pares. A su lado estaba quién era, hacia afuera de sí mismo, su “mejor amigo”: Ignacio Alvear Gutiérrez. Ambos pasaban, junto con el “grupo” entero la hora de detención… por haber incendiado un bote de basura con un perro con sarna adentro.
Aunque Marcelo se había adelantado a la estupidez que iban a hacer, buscando alejarse de ahí, tuvo la suficiente insensatez como para ser el abogado de sus amigos al defenderlos del director, el cuál, iracundo como siempre, resolvió mandarlos a todos a horas extras de detención después de clase. Incluyéndolo a el.
Marcelo era un tipo joven, también de la edad de Claudio, con varios atributos parecidos y así mismo diferentes al de el. Físicamente no era corpulento, pero su masa muscular le otorgaba un porte robusto como para aparentar tener más fuerza de la que en realidad tenía. No le gustaba mucho hacer deportes, aunque todos lo que lo vieran pensaran que hacía básquet, por su considerable altura, o rugby, por sus atributos musculados. Aunque la verdad era bastante distinta, no era muy deseoso de realizar actividades gimnásticas de ningún tipo, pero como su padre le había obligado a ir al gimnasio para no caer en la obesidad, o quizás para que no fuera tan holgazán, desarrolló una apreciación importante por la calistenia y el crosffit, pero sin llegar a trabajar la resistencia de su cuerpo, lo que lo produjo que en la hora de Educación Física se canse mucho más rápido que sus “amigos” que hacían otros deportes de alto desgaste.
Socialmente, Marcelo no era ni muy adinerado ni muy necesitado, vivía en un barrio decente y sus padres, principalmente su madre ya que su padre trabaja en otra provincia durante mucho tiempo, eran profesionales con maestrías y doctorados. Esto es algo que sorprendió en gran manera a sus profesores, ya que con el nivel adquisitivo que tenía pudo muy bien haberse anotado en una escuela paga, principalmente las católicas de la ciudad, las cuáles tenían una gran reputación, aparte de no hacer paros docentes tan a seguido. Sin embargo, la respuesta era muy simple, sus padres habían salido ambos de la escuela pública, principalmente del mismo colegio de Marcelo. Los dos sabían que la escuela pública argentina pasaba por un momento de crisis, pero entendían que en vez de fugar la educación de su hijo una privada, debían potenciar y confiar en la tradición educativa pública del país. La cuál aún la consideraban de suficiente calidad.
En lo que respeta a su círculo de relaciones, la mente y el comportamiento de Marcelo eran bastante complejos para explicar, puesto que no estaban en constante coherencia.
Marcelo tenía, aunque no lo pareciera, un comportamiento ligeramente tímido, si bien, le gustaban las mujeres, no tenía las agallas suficientes como para encararlas por sí solo, esto, sumado a que no compartía ni imitaba las actitudes pseudo-vandálicas de su grupo de juntada hacían de el un alumno cuya etiqueta no podía ser la de “Cheto”, ya que no tenía los comportamientos propios de uno: no caminaba echado hacia atrás, no usaba jopo, detestaba los pantalones achupinados y, por sobre todas las cosas, detestaba profundamente desde el fondo de su corazón Rombai y Marama.
El problema de Marce era el siguiente: el no era un cheto, tampoco aparentaba ni deseaba ser uno, pero los demás lo veían no solo como uno, sino más bien, como la imagen más simbólica de lo que es ser uno. Si esto fuera todo, Marcelo ya se hubiera encargado de explicarles a los demás que no era eso. Pero la cosa pasaba por otro lado.
Su grupo de “amigos” eran idílicamente los muchachos hijos de padres adinerados que, paradójicamente, yendo a la escuela pública, se sentían los amos del mundo, en especial sobre los demás alumnos de sectores o grupos sociales menos favorecidos, no solo desde el punto de vista económico, sino principalmente referido a la popularidad y a la aceptación social. Esos grupos, constantemente bullineados por el suyo, principalmente gamers frikis, y los amantes de la cultura audiovisual asiática o japonesa, denominados como otakus, lo veían a él como el líder de ese grupo, al igual que el grupo mismo. Un cargo que nunca quiso ni pidió. Ya que la poco conocida timidez de Marcelo hacía que el buscara esas personas justamente poco populares para relacionarse.
Pero era ya tarde para volver hacia atrás, al ser el “abogado” de su grupo defendiéndolos en cada estupidez que hicieran, fue enmarcado como alfa absoluto del clan. Hecho que le permitió gozar de una popularidad que nunca buscó y la posibilidad de conocer nuevas personas cuyas actitudes detestaba profundamente.
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Editado: 12.01.2021