Luci caminaba por la acera con la barbilla en alto, intentando mantener su dignidad de Rey del Infierno mientras evitaba tropezar con las grietas del suelo. Fue entonces cuando la vio.
Una mujer pequeña, de cabello blanco como la nieve y una chaqueta de punto color lavanda, estaba paralizada frente a un escalón alto. Llevaba dos bolsas de tela rebosantes de verduras y un cartón de huevos que amenazaba con resbalar.
Luci se detuvo frente a ella. Su instinto era burlarse de la debilidad humana, pero recordó el contrato: "Una buena acción al día".
—Tú, trozo de carne —dijo Luci con su voz profunda y autoritaria—. Dame eso.
Sin esperar respuesta, le arrebató las bolsas con brusquedad. Doña Marta, lejos de asustarse por los ojos rojos que brillaban en la penumbra o por el tono imperioso del joven, soltó un suspiro de alivio.
—¡Ay, qué muchacho tan amable! —exclamó ella, dándole una palmadita en el brazo que hizo que Luci se tensara como si lo hubieran quemado con agua bendita—. Mis rodillas ya no son lo que eran, ¿sabes? Dios te lo pague, hijo.
—Dudo que Él quiera pagarme nada —gruñó Luci, caminando a su lado mientras cargaba las bolsas como si fueran tesoros malditos.
—Y qué ojos tan llamativos tienes —continuó ella mientras caminaban hacia su edificio—. Mi nieto usa unos así para sus juegos de disfraces, pero los tuyos... ¡parece que tienen brasas dentro! ¿Cómo te llamas, cielo?
—Lucifer —respondió él, esperando que el nombre hiciera temblar la tierra.
—¿Luci? Qué nombre tan dulce —sonrió la anciana, buscando sus llaves—. Yo soy Marta. Escucha, Luci, mi apartamento está en el segundo piso, y me sobra una habitación desde que mi hija se mudó. Si no tienes dónde quedarte, por la cara de perdido que traes, puedes dormir ahí unos días a cambio de que me ayudes con las compras.
Luci se quedó helado en la entrada del edificio. Un demonio viviendo en un apartamento con olor a lavanda y galletas. Era el castigo perfecto... o la oportunidad ideal para empezar su investigación.
—Acepto, Marta —dijo Luci, entrando en el portal—. Pero que quede claro: yo no duermo. Los demonios vigilamos el...
—¡Estupendo! —lo interrumpió ella—. Entonces me podrás ayudar a terminar un rompecabezas de mil piezas que tengo en la mesa. ¡Acompáñame!