La lluvia golpeaba los vitrales del convento como un ejército de cuchillas, y el viento arrastraba un hedor a tierra húmeda y moho que se mezclaba con un olor más antiguo y desagradable: la muerte que nadie había enterrado. Eimy caminaba descalza sobre el mármol frío, cada paso dejando huellas efímeras que desaparecían como si el suelo mismo quisiera borrar su existencia. Su tío la seguía de cerca, sus ojos vigilantes y su rostro rígido, tenso, como si supiera que esa noche ningún entrenamiento podría prepararla para lo que enfrentaría.
En el centro de la capilla yacía un joven, apenas mayor que ella, convulsionando de manera imposible. Sus extremidades se torcían en ángulos que la lógica no permitía, sus uñas arañaban el suelo dejando surcos que parecían arder, y su piel estaba cubierta de hematomas oscuros y manchas de sangre seca que goteaban mezcladas con saliva. Sus ojos giraban en blanco, brillando con un fuego oscuro que parecía provenir de un abismo dentro de él. Cada grito que salía de su garganta era un eco distorsionado, un rugido que arrancaba el aire como cuchillas y se filtraba hasta el pecho de Eimy, haciéndola temblar.
La presencia dentro del joven no era humana. Cada movimiento suyo deformaba la habitación: las velas titilaban violentamente, las sombras se alargaban y retorcían sobre las paredes, y un frío húmedo y denso parecía filtrarse en los huesos de Eimy. Su corazón latía tan rápido que sentía que reventaría, mientras un pensamiento helado le susurraba: si esto te toca, no habrá retorno.
—¡Sal de él! —gritó Eimy, su voz un filo cortante que vibraba en la capilla.
El joven se lanzó hacia ella, y Eimy sintió cómo algo invisible intentaba hundirse en su alma, rasgando recuerdos, sensaciones, todo lo que era suyo. Un frío intenso subió por su columna, como agujas de hielo clavándose en su médula. Su miedo se mezcló con el poder que llevaba dentro: un calor abrasador comenzó a recorrer su cuerpo, irradiando desde sus manos y llenando la capilla con un resplandor cegador.
El joven chilló, pero no un grito humano: un sonido que combinaba dolor, ira y hambre, un rugido que parecía surgir de miles de voces atrapadas en un solo cuerpo. Su piel se tensaba y se deformaba, los músculos palpitaban violentamente bajo la epidermis, y cada respiración producía un chorro de espuma mezclado con sangre. El hedor a hierro, carne quemada y podredumbre impregnaba todo el espacio, quemando los pulmones de Eimy mientras ella mantenía su concentración.
Eimy extendió las manos y dejó que su poder fluyera sin contención. La luz surgió de ella como un sol interno, abrasando el aire y la oscuridad que envolvía al joven. El cuerpo poseído se arqueó hacia atrás, convulsionando, dejando escapar gritos que rasgaban la mente de cualquiera que los escuchara. Cada fibra de su ser parecía luchar por no ser arrancada. La luz de Eimy no pedía permiso: iluminó, quemó y arrancó el mal que habitaba en él, hasta que finalmente, con un último estremecimiento brutal, el joven cayó al suelo, temblando, los ojos abiertos y humanos, con lágrimas mezcladas con sangre en su rostro.
Eimy cayó de rodillas, exhausta. Su cuerpo temblaba, el calor abrasador de su poder todavía palpitaba en sus venas, y un hedor a hierro y carne quemada persistía en sus pulmones. Su tío se acercó y la sostuvo por los hombros, con los ojos llenos de orgullo y miedo a partes iguales.
—Lo hiciste… muy bien —dijo, con voz temblorosa—. Pero recuerda, Eimy: cada alma que salvas te arrastra hacia un camino que no tiene retorno. La luz que usas puede devorarte tanto como a ellos.
Eimy asintió, pero no había alivio en su mirada. Había sentido cómo la oscuridad había intentado arrancar su propia esencia, cómo la presencia dentro del joven había roído en los recovecos de su alma. Por primera vez comprendió algo que la llenó de un escalofrío: el límite entre la luz y la oscuridad era frágil, y su poder podía ser un arma, incluso contra quienes la habían protegido toda su vida.
Habían pasado casi nueve años desde aquel primer exorcismo que había marcado la vida de Eimy. Durante esos años, su poder había crecido, igual que su reputación dentro del Vaticano: joven, pero implacable, capaz de enfrentarse a lo impensable. Cada año acumulaba más experiencias, más horrores, más cuerpos poseídos que recordaban su luz con terror. Cada alma salvada la acercaba más a la oscuridad que acechaba dentro de ella.
Ahora tenía 19 años, y había llegado al pequeño pueblo de Momil junto a su tío Gabriel. El convento celebraba una ceremonia con las monjas, un evento que se llenaba de cantos, velas y olor a incienso, pero para Eimy el bullicio apenas era un murmullo lejano. Su mente estaba ocupada en otra cosa: las pesadillas que la perseguían desde semanas atrás.
Cada noche, una voz cruel la llamaba. Una voz que no pertenecía a ningún ser vivo, que se arrastraba por sus sueños como un cuchillo afilado, penetrando su mente y dejando cicatrices invisibles.
Eimy se retorcía en la cama, su respiración entrecortada y sus uñas clavándose en las sábanas. La oscuridad de la habitación se había convertido en un lienzo donde los horrores tomaban forma. La voz llegó primero, un susurro frío y seductor:
—Pobre chica… pronto sabrás la verdad —dijo un hombre, su voz arrastrada, burlona, seguida de una risa macabra que resonó en los rincones de la mente de Eimy, perforando su cráneo como agujas.
El mundo de la pesadilla se desplegó ante ella con una violencia imposible. Vio imágenes de sangre que brotaba sin control, ríos rojos que empapaban su piel, paredes manchadas, cuerpos retorcidos y retazos de carne que goteaban sobre el suelo. Entre la carnicería, figuras humanas yacían inmóviles, muertas, con ojos abiertos y bocas gritando en silencio. Cada rostro era una mezcla de terror y súplica, un recordatorio de que la muerte podía ser lenta, cruel y personalizada.