La festividad en Momil había comenzado con cánticos y flores, con las monjas y los feligreses llenando el convento de olor a incienso y pan recién horneado. Sin embargo, la alegría no pudo ocultar la tensión que se respiraba en el aire. Durante la mañana, varias de las monjas se habían acercado al padre Gabriel, con rostros pálidos y miradas llenas de miedo.
—Padre… —dijo una de las hermanas, con la voz temblorosa—. Hay algo que no podemos ignorar.
El padre Gabriel frunció el ceño.
—Explíquese.
—El verdadero motivo del llamado —continuó otra monja, con las manos temblando— no era solo la festividad. Han ocurrido hechos extraños en el pueblo. Los animales amanecen degollados… y hay algo… algo que no podemos contener. Una de nosotras tuvo que ser recluida y exorcizada, pero no hemos podido terminar de combatir al demonio… es demasiado fuerte.
Eimy escuchó en silencio, observando la reacción de su tío. Su corazón se aceleró, un fuego familiar recorrió su pecho. La voz de la pesadilla aún resonaba en su mente, y los morados en su piel palpitaban con dolor, como recordándole que lo que venía no era un juego.
—¿Exorcizada? —preguntó Eimy con voz fría, acercándose al grupo—. ¿Qué pasó con ella?
La monja tembló y bajó la mirada.
—Se encuentra poseída por un ser… un ser que no hemos visto antes. Intentamos contenerlo, pero era demasiado fuerte… no pudimos terminar el ritual.
Eimy frunció el ceño, notando la gravedad en cada palabra. Su instinto le decía que el poder que enfrentaban allí no era cualquiera, que la oscuridad había encontrado una puerta abierta, y que el pueblo de Momil era solo la punta de un iceberg.
Gabriel respiró hondo, con la mirada fija en Eimy.
Gabriel la miró con preocupación, el ceño fruncido y la voz cargada de advertencia:
—Eimy… no puedes hacerlo esta vez. Estás cansada, y esto… esto es diferente. No podemos arriesgarnos.
Eimy lo observó con los ojos brillantes de decisión, el pecho latiendo con fuerza. Su cuerpo estaba agotado por años de exorcismos y pesadillas, pero algo en ella se encendió.
—Sí puedo, tío —dijo, firme—. Déjame intentarlo.
Pero mientras hablaba, un escalofrío recorrió su columna. Un susurro sutil, apenas audible, se coló en su mente: una promesa oscura y fría que la hacía temblar. Algo dentro de ella sabía que, aunque lo intentara, algo terrible iba a suceder.
Gabriel suspiró, su mano rozando el hombro de Eimy con cuidado, intentando contener el fuego que veía en ella.
—Si insistes… —murmuró, con un dejo de expectativa—. Solo recuerda: no estás sola. Pero si esto sale mal… —se detuvo, incapaz de continuar, y Eimy percibió su pavor—. Si esto sale mal, no habrá retorno.
Eimy asintió, ignorando parcialmente la advertencia, aunque su instinto le gritaba que el camino que había decidido tomar no sería sencillo. La voz, las marcas en su piel, los horrores de sus sueños… todo se unía en una advertencia que no podía ignorar, pero aun así avanzó.
Eimy empujó la puerta del cuarto y un frío sobrenatural la recibió de inmediato. No era el frío de la lluvia ni del mármol; era un frío que se filtraba en los huesos, que arrancaba el calor de su piel y parecía arrastrar con él los recuerdos de su infancia. La habitación estaba en penumbra, iluminada solo por velas que parpadeaban violentamente, proyectando sombras que se retorcían sobre las paredes como manos que querían atraparla.
La monja estaba en el centro, arqueada y convulsionando de manera antinatural. Sus ojos eran completamente blancos, y la piel se tensaba y palpitaba como si algo vivo se moviera bajo ella. Un hedor a hierro, carne quemada y podredumbre llenaba el aire, tan intenso que Eimy tuvo que contener las náuseas.
De repente, la voz surgió de la monja, clara, suave, venenosa… y con un dejo de familiaridad que heló la sangre de Eimy:
—Oh… te estaba esperando, querida —susurró—. Hace mucho tiempo que quería verte.
Eimy apretó los dientes y centró su poder. La luz brotó de sus manos como un sol abrasador, iluminando cada rincón de la habitación. Pero la voz no se intimidó.
—¿De verdad crees que esto me afecta? —dijo la entidad—. Soy inmune a ti. Nada de lo que hagas puede tocarme.
Un escalofrío recorrió la columna de Eimy. Cada exorcismo que había hecho antes había sido un combate donde su luz siempre tenía efecto. Pero esta vez no. La presión dentro de la habitación se volvió insoportable, y un murmullo frío y venenoso se coló en su mente: Pobre niña… pronto sabrás todo.
—La Iglesia sabía de ti desde el principio —continuó la voz, burlona y deliciosa en su crueldad—. Mató a tus padres. Te secuestró. Te crió como un arma, mientras te hacían creer que te protegían.
Eimy tembló, negando con la cabeza. Su corazón latía con fuerza, pero un frío profundo la atravesaba:
—No… eso… no puede ser… —susurró.
—Créeme, querida —replicó la entidad—. Puedo mostrarte todo. Cada mentira, cada secreto… está frente a ti, solo debes mirar y venir a mi.
La monja convulsionó violentamente, arqueándose hacia atrás. La sangre brotó de cortes invisibles, salpicando el mármol, goteando sobre las velas que chisporroteaban al contacto, proyectando sombras llenas de caras de dolor y muerte. Cada grito desgarrador parecía perforar la mente de Eimy, y el frío húmedo llenó la habitación hasta quemarle los pulmones.