Tres meses habían pasado desde la desaparición de Eimy.
Tres meses en los que la humanidad olvidó el concepto de esperanza.
Las líneas telefónicas del Vaticano colapsaban cada amanecer. No eran denuncias… eran lamentos. Gritos desgarrados, rezos desesperados, voces de niños que pedían ayuda antes de ser silenciadas por un chasquido húmedo, seguido de un silencio que pesaba más que la muerte.
Los informes ya no eran documentos. Eran reliquias malditas que nadie quería tocar. Sacerdotes entrenados para enfrentar satanismo temblaban al leerlos. Monjas que habían visto el rostro del maligno lloraban al pronunciar la misma palabra que aparecía grabada en cada pared, en cada cadáver, en cada incendio:
AZAEL.
Regiones enteras desaparecían de los mapas, como si la tierra misma las rechazara. Aldeas italianas quedaron atrapadas en un bucle temporal, repitiendo el mismo día de matanza una y otra vez. En Venezuela, doce niños de un orfanato recitaron en coro el nombre de Gabriel antes de crucificarse mutuamente boca abajo. En Japón, una ciudad entera comenzó a hablar en la lengua de los nephilim antes de arrojarse al mar como un solo cuerpo.
Todo señalaba a un origen.
Todo señalaba a ella.
El Vaticano activó el decreto silencioso, conocido solo por los papas muertos: La Caza del Elegido Oscuro. Un protocolo que no buscaba la redención… sino la aniquilación del alma. Se convocó a los asesinos de Dios: el padre Engel, que sobrevivió a tres posesiones simultáneas; la madre Seraphine, que hablaba con los ángeles del Apocalipsis; el padre Michell, cuyos ojos fueron reemplazados por reliquias de mártires para ver la verdad detrás de la carne. No eran exorcistas. Eran predadores bendecidos con la autorización de matar todo lo que respirara la influencia de un demonio… incluso humanos.
Y entonces fue convocado Gabriel.
Por título, era un exorcista de rango máximo.
Por fe… estaba muerto desde el día en que dejó escapar a Eimy.
No lo llamaron por deber. Lo llamaron porque cada escena del crimen era una carta dirigida a él. Firmada con sangre. Escrita con devoción.
En la última masacre, el cuerpo de un niño apareció colgado de un poste, mirando al cielo con una sonrisa imposible, como si aún respirara. En su pecho, grabado al rojo vivo, se leía:
“¿Se te olvidó cómo correr? Yo te enseñé.”
En otra escena, un anciano poseído fue encontrado de rodillas, rezando en voz suave, casi amorosa:
—Gabriel… si tardas tanto en llegar… yo mismo iré por ti…
Gabriel no hablaba. No comía. No dormía. Cada marca de sangre con el nombre “AZAZEL” era una puerta. Y detrás de todas estaba ella.
La abadía no era ya una construcción de piedra: era un cadáver con muros de carne. El aire estaba quieto, no por calma, sino por sometimiento. Todo lo que respiraba allí sabía que algo más antiguo que el tiempo estaba presente.
El niño estaba sentado en el centro, sin ataduras, sin signo de violencia. Sonreía con la inocencia de quien ve llegar a un amigo. Tenía los ojos brillantes… pero no de luz, sino del reflejo de algo que observaba desde dentro: un océano de sombras en el que miles de voces lloraban con gratitud.
Cuando habló, no lo hizo con insolencia, sino con ternura.
—Te ha dado tiempo suficiente.
Gabriel sintió que cada sílaba tocaba fibras dentro de su alma, como dedos hundiéndose en un órgano vivo. El crucifijo que apretaba comenzó a hundirse en su piel, no por fuerza… sino porque su carne lo rechazaba. Algo dentro de él temblaba. Un instinto no humano.
—Ya es hora de elegir.
El padre Engel intentó iniciar el rito. La madre Seraphine alzó un relicario de plata.
Nada reaccionó.
El demonio los miró a todos con una compasión que helaba el alma.
—Tus hermanos están entrando al pueblo Kuran —susurró—. Donde tu niña ha levantado altar.
El nombre cayó como un veredicto. Kuran. No un pueblo. Un útero abierto para el nacimiento de algo que no debía existir.
Los ojos del niño se volvieron completamente negros, sin pupila ni reflejo. No parecían vacíos; parecían llenos. Llenos de algo que miraba. Algo que respiraba a través del niño.
—O Eimy… o ellos —dijo la voz, como quien ofrece una corona—. Tu fe salvará a uno. Tu amor condenará al otro.
Gabriel avanzó. La Biblia en su mano tembló. No por miedo humano… sino porque el texto sagrado estaba cambiando. Las letras se movían. Se reescribían solas.
Intentó articular el exorcismo.
Pero el demonio inclinó la cabeza con una dulzura imposible.
—No hay exorcismo, Gabriel. Los rezos son palabras. Y las palabras murieron el día en que ella respiró su verdadero nombre.
Fue entonces cuando la realidad se quebró.
Una explosión de aire invisible sacudió la abadía. El suelo respiró. Las paredes comenzaron a sangrar sangre caliente, que latía como si surgiera de venas gigantescas. Los crucifijos se torcieron solos, como si intentaran mirar hacia otro lado.