Vaelyra no volvió a Elun’dor.
Durante semanas, permaneció en las profundidades de Nhal’Thoran, rodeada de oscuridad y niebla viva. Vaerion no la presionaba, pero tampoco la dejaba escapar. Hablaban poco. Él le enseñaba a escuchar la tierra de otro modo: no como una hija de la luz, sino como una criatura libre de los dogmas élficos. Bajo su guía, Vaelyra aprendía no a curar el bosque, sino a domarlo.
Su magia, antes armónica, ahora respondía con violencia exquisita. Llamas negras danzaban en sus dedos. Las raíces se retorcían a su paso. El viento ya no era solo mensajero: era un cuchillo.
—¿Te arrepientes de haberme seguido? —le preguntó Vaerion una noche, cuando compartían fuego y vino oscuro, bajo un cielo sin estrellas.
—No —respondió ella, sin mirar—. Me arrepiento de no haber abierto los ojos antes.
—Elandor hizo de ti un arma. Yo haré de ti una reina.
La palabra resonó en su pecho como una semilla. Reina. No de Elun’dor. No de un trono dorado ni de torres puras.
Una reina de lo que crece entre ruinas. De lo que florece entre cicatrices.
Vaelyra no buscaba venganza. Buscaba verdad. Y en cada hechizo oscuro que aprendía, en cada criatura salvaje que la reconocía como igual, se acercaba más a esa verdad.
Una noche, soñó con la Estrella Eterna. No brillaba ya en el cielo. Estaba caída, sepultada en ceniza.
Y en lo alto de una montaña ennegrecida, ella misma la alzaba, repleta de grietas, con una corona hecha de espinas y hueso.
Cuando despertó, Vaerion la observaba.
—¿Qué has visto? —preguntó, como si ya supiera.
—Mi destino —susurró ella.
Y esa misma noche, quemó los últimos restos de su vieja túnica ceremonial. Las llamas se alzaron con furia, y cuando el fuego se extinguió, Vaelyra emergió vestida de sombras, con los ojos como obsidiana y el alma como un filo afilado.
Ya no era la Guardiana.
No era amante del rey.
No era hija de la luz.
Era la Reina de Nadie.
Pero pronto, lo sería de todo.