Elun’dor despertó con un estremecimiento que ni los sabios pudieron explicar. En la cámara del Oráculo del Alba, los espejos sagrados se agrietaron a la vez, como si una verdad hubiera sido recordada por la fuerza.
—Ella ha hablado con la Sombra —susurró la vidente, sangrando por los ojos—. El nombre prohibido se ha pronunciado otra vez.
Los nobles no lo creyeron al principio.
Pero los campos dejaron de florecer al este. Los halcones mensajeros no regresaban del sur. Las hogueras sagradas ardían con una llama pálida, como si temieran arder del todo.
Y lo más inquietante: el bosque oscuro que bordeaba las montañas del exilio empezaba a extenderse hacia las fronteras élficas.
Fue Elandor quien primero lo entendió.
El Príncipe Heredero, el mismo que había apartado la mirada mientras condenaban a Vaelyra al destierro, ahora soñaba con su rostro cubierto de sombras, coronada de cenizas.
—¿Qué sabes de la Reina del Abismo? —preguntó al archimago del consejo.
—Solo esto, mi príncipe —respondió el anciano, temblando—. No se alza para gobernar. Se alza para recordar.
Elandor ordenó duplicar la guardia. Mandó mensajes a los reinos aliados. Convocó a los exiliados para interrogarlos.
Pero ya era tarde.
Una espía del reino de Nymiar trajo la noticia:
—Vaelyra vive. Y no está sola.