Vaelyra observaba el mapa desplegado ante ella: Elun’dor, su cuna y su traición, se hallaba en el centro, rodeado por reinos que le habían dado la espalda.
Las Hijas de la Tormenta debatían estrategias. Algunas querían un ataque frontal. Otras sugerían sabotaje y alianzas en la sombra. Pero Vaelyra solo escuchaba el sonido del viento entre los árboles malditos de su nuevo reino.
Vaerion se acercó por detrás.
—Elandor sabe que vives.
Vaelyra no respondió de inmediato. Solo cerró los ojos y dejó que su poder palpitara. La Sombra la reconocía ya como su portadora. La tierra bajo sus pies le obedecía. Las raíces se apartaban para no rozarla.
—No vine a esconderme —dijo con voz baja—. Vine a crecer.
Y en ese momento, como si el mundo respondiera, una criatura emergió del bosque. Era un draco de ceniza, una bestia mítica, ciega y nacida de magia corrupta, que solo seguía a quienes compartieran su origen.
Se arrodilló ante ella.
Las Hijas de la Tormenta guardaron silencio. Incluso la más escéptica cayó de rodillas.
Vaelyra subió a la criatura sin miedo. El fuego negro se arremolinaba a su alrededor, y la runa en su clavícula latía como un corazón nuevo.
Desde lo alto, gritó:
—Llevad mi nombre a los vientos. Que Elun’dor recuerde a la Reina que no murió.
Esa noche, el draco cruzó los cielos de las ciudades aliadas de Elun’dor. No atacó. Solo dejó una estela oscura y un mensaje marcado con fuego en las torres de vigilancia:
“He vuelto. No para rogar justicia. Sino para tomarla.”