Capítulo 9: Fuego sobre los Muros de Plata

Las campanas del Alba no repicaban desde hacía tres siglos. El sonido de su bronce sagrado partía el cielo como una advertencia antigua.
Esta vez, no era una invasión de orcos.
Ni una rebelión del norte.
Era ella.

Elun’dor temblaba, no por miedo… sino por culpa.

Desde los balcones de mármol blanco, los nobles observaban la línea negra en el horizonte. Un ejército sin estandarte. Guerreras de ojos brillantes montadas en bestias imposibles. Hombres y mujeres con armaduras hechas de huesos encantados y capas tejidas con plumas de cuervos. Sombras con alma.

Y al frente, la figura montada en el draco de ceniza.

Vaelyra.

Las flechas élficas surcaron el cielo al primer toque de cuerno.
Las Hijas de la Tormenta no se movieron. Dejaron que el viento las protegiera.
La magia de Vaelyra, ahora perfeccionada, tejía escudos invisibles. Sus manos no lanzaban hechizos: los convocaban como si fueran parte de ella.

El primer enfrentamiento fue en los Campos del Velo, las llanuras sagradas que rodeaban la ciudad. La caballería élfica, encabezada por el General Kael'than, antiguo aliado de su padre, intentó un ataque directo.

—¡No se atrevería! —había dicho esa misma mañana—. La niña no tiene el corazón para esto.

Pero el corazón de Vaelyra ya no era el mismo.

La batalla duró menos de una hora.

Las lanzas de los elfos se deshicieron al tocar la niebla negra que envolvía al ejército de Vaelyra. Los corceles sagrados se negaban a avanzar. El draco de ceniza rugía desde lo alto, y su fuego no era rojo: era silencio encarnado, una lengua que quemaba los recuerdos.

Cuando Kael’than fue derribado, Vaelyra descendió sola. Caminó entre cadáveres. Lo encontró herido, apenas consciente.

—¿Me reconoces? —susurró ella.

El general asintió, jadeando. Sus ojos, antes de cerrarse, no mostraron miedo. Solo comprensión.

—Nosotros matamos primero a la niña —alcanzó a decir—. Tú solo la enterraste bien.

Vaelyra cerró sus párpados y se levantó.

—No más avisos. La guerra ha comenzado.