Elandor avanzaba como una figura de justicia, pero sus ojos estaban vacíos.
No por falta de sentimientos. Sino porque estaban llenos de ellos.
Demasiados para un solo corazón.
La vio entre la bruma. De pie, con la capa oscura ondeando.
La bruja. La reina caída.
La mujer que amó.
Y por un instante… solo fue ella.
—Vaelyra —dijo su nombre como una oración, como una maldición, como un suspiro que llevaba siglos retenido.
Ella dio un paso hacia él. No alzó defensas.
—No quiero pelear contigo.
—Ya no eres tú —respondió él, con la daga en la mano—. Solo queda tu sombra.
—¿Y si te dijera que una parte de mí… aún respira?
Detrás de Vaelyra, Lyssaira se adelantó.
—Yo soy esa parte —dijo con firmeza—. Y no puedes matarla sin matarme también.
Elandor retrocedió medio paso. El impacto de la verdad fue visible.
—¿Quién eres?
—Lyssaira Aendaryel. Hija de Elyra y hermana de sangre de la mujer que amaste.
Los soldados a su alrededor murmuraron.
Elandor bajó la mirada a la daga, temblando.
—No sabíamos que había otra…
—Nadie debía saberlo —interrumpió Vaelyra—. Fue mi padre quien la ocultó. Me rompí al perderla. Y ustedes llamaron “oscuridad” a esa ruptura.
Elandor alzó la vista. El peso de los años caía sobre sus hombros.
—Si esto es cierto… entonces todo lo que hicimos fue por mentiras.
—No todos —corrigió ella—. Tú me amaste sinceramente. Pero ahora tienes que decidir si me verás como una amenaza… o como una verdad dolorosa.
La tensión se mantuvo durante largos segundos. Luego, Elandor soltó la daga. Cayó entre las raíces con un sonido seco, casi solemne.
—No mataré la única parte de mí que aún recuerda lo que es amar.
Lyssaira lloró. Vaelyra cerró los ojos. Una exhalación profunda recorrió el bosque, como si este aprobara.
Pero no todo el grupo de Elandor compartía su decisión.
Un arquero, oculto entre los árboles, soltó una flecha envuelta en fuego blanco.
Apuntaba directo al corazón de Vaelyra.
Y fue Vaerion quien se interpuso.
El proyectil lo atravesó sin compasión. Cayó de rodillas, con una sonrisa triste.
—Elegí seguirte —susurró—. Pero tal vez también debí salvarte.
Vaelyra corrió hacia él, lo sostuvo entre sus brazos.
—¿Por qué hiciste eso?
—Porque lo mereces. Incluso si tú no lo crees.
Y murió.
Silencioso.
Redimido.
El bosque rugió de ira.
Las Hijas de la Tormenta alzaron sus armas.
Pero fue Vaelyra quien habló:
—¡No más guerra!
Su grito hizo vibrar la tierra. Los árboles se abrieron. El cielo se encendió. Y una sombra gigantesca descendió desde los cielos.
El Draco Negro. Su montura. Su vínculo.
Ella se alzó sobre él. Su rostro era el de una reina. Pero ya no de sombras.
—Escuchen todos. La guerra ha terminado aquí.
El verdadero enemigo no es el que carga cicatrices. Es el que las causa y las oculta.
Silencio.
Elandor inclinó la cabeza.
Y uno a uno, los soldados dejaron sus armas.
Ese día no ganó una reina.
Ganó una hermana. Ganó una historia recuperada.