El viento en las Tierras Quebradas no era como el de Elenath.
No cantaba.
Rugía.
Vaelyra lo escuchaba desde la atalaya donde ahora vivía. Una torre solitaria, de piedra negra y plata, en el límite donde terminaba la magia ordenada y comenzaba el caos antiguo.
Llevaba seis meses allí. Sin corona. Sin título. Solo como Guardiana del Límite.
Una figura temida por los rebeldes y respetada en susurros por las criaturas salvajes que rondaban los bosques distorsionados.
Había aprendido a vivir con poco. A mantenerse firme aunque los recuerdos intentaran devorarla.
A veces, Lyssaira le enviaba cartas, contándole sobre las reformas que el Consejo estaba impulsando tras el juicio popular. La transparencia, los nuevos códigos mágicos, las escuelas para elfos nacidos con “dones oscuros”.
Vaelyra las leía todas. Algunas noches las releía con una sonrisa que apenas rozaba sus labios.
Y otras veces, cuando el viento se volvía insoportable, pensaba en Elandor.
En cómo se despidió con una promesa velada en los ojos: “Nos volveremos a encontrar. Cuando el peso del pasado ya no nos aplaste”.
Ahora, su mundo era distinto. Criaturas como los silentes de hueso, las sombras sin nombre y las grietas mágicas que palpitaban como heridas abiertas.
Y aun así, Vaelyra no tenía miedo.
Había sido el monstruo. Ahora era la muralla.
Una noche, mientras inspeccionaba una fisura recién abierta en el Valle de Ceniza, escuchó algo imposible:
Una risa.
Humana.
Conocida.
Se giró.
Y allí, entre las ruinas, de pie como si perteneciera a ese abismo:
—Hola, Vaelyra.
Elandor.
Su cabello más largo. Su rostro con cicatrices nuevas. Pero su mirada… intacta.
No preguntó cómo la había encontrado.
No preguntó por qué había venido.
Porque, en el fondo, lo sabía.