Se sentaron junto al fuego.
Como lo habían hecho años atrás, cuando eran aliados, enemigos, y algo más.
El silencio entre ellos no era incómodo. Era una pausa antes de lo inevitable.
—Has cambiado —dijo él.
—Y tú sangras menos.
Él sonrió. No discutió.
—El Consejo me envió para entregarte esto. —Le tendió un pequeño cristal de obsidiana.— Es una llave. A la Cámara de los Recuerdos. Solo puede abrirla quien ha sobrevivido a la sombra sin corromperse.
Vaelyra lo sostuvo con cuidado.
—¿Una prueba más?
—No. Un reconocimiento. Han dejado constancia de tu historia. Tal como fue. Sin adornos. Sin mentiras.
Ella asintió, sin saber si llorar o reír.
Lo que más le sorprendía era que, por primera vez, no sentía rabia. Solo un vacío que poco a poco se llenaba de… calma.
—¿Y tú, Elandor? ¿Por qué viniste realmente?
Él la miró, serio por un instante.
—Porque te prometí que volvería. Y porque ya no hay un reino que me ate. Renuncié a todo lo que me definía. Soldado. General. Mano del Consejo. Solo quedo yo.
Vaelyra apartó la mirada. El fuego se reflejaba en sus ojos dorados.
—¿Y qué esperas de mí?
—Nada —susurró él—. Solo estar cerca. Ayudarte a proteger este límite entre mundos. Estar donde estés tú.
Ella no respondió. Se puso de pie. Caminó hacia el borde de la atalaya, donde las luces del caos danzaban como estrellas rotas.
—Hace años habría gritado que no necesitaba a nadie —dijo.
—Y ahora…
—Ahora sé que no necesito… pero quiero. Y eso es más poderoso.
Elandor se acercó. No intentó besarla. No tocó su mano. Solo estuvo allí. Firme. Real.
—Entonces quédate —dijo ella, suave—. No como sombra. Ni como redentor. Quédate como hombre. Como compañero. Como promesa.
Y bajo el cielo roto, por fin sin máscaras, Vaelyra eligió no estar sola.