El amanecer nunca llegaba igual a las Tierras Quebradas.
Era más bien un resplandor turbio que se filtraba entre la niebla, como si el mundo aún dudara si debía seguir girando.
Vaelyra se despertó antes del alba. Dormía poco, no por pesadillas, sino porque su cuerpo ya se había acostumbrado a la vigilancia constante.
Pero esta mañana era distinta.
Elandor seguía dormido junto al fuego, en su rincón de la torre.
Y por primera vez, ella lo observó sin armaduras internas.
Con una paz que no había conocido ni en los palacios ni en las sombras.
Salió sin hacer ruido. Caminó por el sendero que bordeaba los riscos. En el horizonte, la grieta mágica que tanto había observado en los últimos meses parecía temblar.
Fue entonces cuando la escuchó.
Una canción.
Débil. Casi incorpórea.
Una melodía que alguna vez conoció… cuando era niña. Una nana de Elenath. Pero no podía ser.
Se adentró entre las grietas. Cada paso abría fragmentos de recuerdos.
Y en el centro, encontró una figura.
Su madre.
O una proyección de ella. Hecha de luz y memoria.
—Vaelyra —dijo con dulzura—. ¿Recuerdas quién eras?
—Sí —respondió con la voz quebrada—. Y también quién me obligaron a ser.
—Entonces ya no necesitas cargar la culpa.
Y la figura se deshizo. Sin drama. Sin dolor. Como si el propio mundo le ofreciera, por fin, una caricia.
Cuando volvió a la torre, Elandor la estaba esperando con una expresión que solo podía describirse como esperanza.
Ella lo miró, y por primera vez en años, sonrió sin sombra.