El día había llegado.
Vaelyra no lo esperaba, pero lo aceptó con serenidad.
Una comitiva del nuevo Consejo se acercaba. Liderada por Lyssaira.
Venían a pedir algo más que su consejo.
Cuando entraron en la torre, todos se arrodillaron.
Vaelyra los observó, no con arrogancia, sino con claridad.
Ya no era la niña ilusionada.
Ni la asesina manipulada.
Ni la fugitiva marcada por la venganza.
—El Consejo ha votado —dijo Lyssaira, con la voz firme pero emocionada—. Las antiguas casas han caído. Y necesitamos una nueva figura. No una reina por linaje. Una reina por voluntad. Por dolor. Por fuerza.
Vaelyra no respondió de inmediato. Se acercó a la ventana. Observó el caos más allá de las tierras mágicas, el límite entre mundos, entre pasados y futuros.
—Acepto —dijo al fin—. Pero no gobernaré desde Elenath. Lo haré desde aquí. Donde la oscuridad y la luz se rozan. Donde nací de nuevo.
Lyssaira asintió. Elandor se acercó, colocó una mano sobre su hombro.
—¿Con corona o sin ella? —le preguntó él en voz baja.
—Sin. Ya tuve suficiente de símbolos huecos.
Y así, sin ceremonia, sin trono, Vaelyra fue coronada Reina de Sombras.
Una reina sin corona.
Una soberana que no mandaba por miedo, sino por ejemplo.
Desde las Tierras Quebradas, construyó una nueva forma de liderazgo. Con Elandor a su lado. Con Lyssaira como la voz del Consejo.
Con las nuevas generaciones aprendiendo a conjugar sombra y luz sin miedo.
Elenath cambió.
El mundo cambió.
Y por primera vez, el caos no fue enemigo, sino cimiento.