El aire acondicionado del local de cosméticos zumbaba, como siempre, amenazando con un resfriado eterno. Pero hoy el zumbido era diferente, un rumor, un presagio que me ponía nerviosa más que de costumbre. Mireya, con su moño tan tirante que parecía desafiar las leyes de la gravedad, me esperaba en la trastienda. Sus labios, usualmente un arco tenso, formaban una línea aún más fina.
—Valeria, tenemos un problema —soltó, sin preámbulos, como quien lanza unas palabras que las pensó mucho—. Las ventas no están levantando. Y la casa matriz… digamos que no están contentos.
Sentí un frío que no venía del aire. No necesitaba que me lo explicara con detalles de un informe de gestión. "No están contentos" era el código Mireya para "podemos cerrar y ustedes se quedan en la calle". ¿En la calle? ¿Otra vez?
La palabra rebotó en mi cabeza como una moneda hueca. Otra vez. Un torbellino de imágenes me asaltó: las mañanas buscando en portales de empleo, la ansiedad de no saber si llegaría a fin de mes, las niñeras de última hora, las llamadas vergonzosas al colegio de Jimena explicando por qué no podía ir a buscarla porque no me daban permiso en el nuevo "trabajo de ensueño" que al final era más de lo mismo. Ya había pasado por esto antes, demasiadas veces. La vez que trabajé de secretaria y el jefe me acosaba y tuve que aguantar hasta que se propasó. La vez que fui cajera en el supermercado y me asignaban turnos imposibles que no encajaban con ningún horario escolar. ¿Y para qué? ¿Para ganar una miseria que apenas cubría la leche y los pañales? ¿Para que el "contrato indefinido" terminara siendo una excusa para no pagarme los últimos días?
La boca se me llenó de un sabor amargo. Me había jurado a mí misma que esta vez sería diferente. Este trabajo, en esa zona gris entre "aceptable" y "si me despiden, ¿cómo pago mis facturas, el alquiler de la casa y el colegio?", al menos me daba una rutina, una relativa estabilidad. Pero ahora, esa precaria burbuja estaba a punto de reventar.
Mireya seguía hablando de porcentajes y márgenes, pero yo solo escuchaba el eco de una pregunta que me perforaba el alma: ¿Cómo le explicaría a Jimena que mamá había quedado sin trabajo de nuevo? Necesitaba estabilidad laboral. Necesitaba dinero. Y más que nada, necesitaba tiempo para mi hija, para verla crecer, para que sus únicas referencias de mí no fueran el cansancio, los labios partidos y el triste brillo de mis ojos dándole la noticia de los despidos.
—Necesitamos subir las ventas, Valeria. Y rápido —Mireya me miró con esa intensidad que usaba cuando quería intimidar.
Pero yo ya no escuchaba. Solo sentía el peso de la desesperación, la urgencia de romper este ciclo interminable de trabajos que me tragaban y luego me escupían, siempre dejándome como un vómito asqueroso en la calle. Miré por la ventana de la trastienda, hacia la calle. El mundo seguía girando, ajeno a mi naufragio inminente. Y yo, aquí, entre delineadores que no cubrían ninguna herida, sentía que esta vez, el grito de auxilio desde el fondo era más fuerte que nunca. Era un grito que exigía una solución, no solo otro trabajo temporal.
Manual de Mamá para no Rendirse.
Hoy aprendí que el miedo al abismo no es el final del camino; es el impulso. Ese nudo en el estómago, esa punzada de pánico que te empuja a actuar, a gritar auxilio, a negarte a caer en lo mismo de siempre.
A veces, la mayor fortaleza está en reconocer que ya no puedes más. Es en esa rendición silenciosa, en ese fondo, donde se encuentra la verdadera fuerza para decir: "Hasta aquí".
Editado: 28.06.2025