Para la niña, la soledad era una vieja amiga que a menudo la visitaba en las tardes largas. En aquel vecindario donde los adultos salían a perseguir sus propios sueños y los niños se quedaban inventando los suyos, ella había encontrado un consuelo silencioso en la compañía de sus muñecas. Eran sus confidentes, sus pequeñas hijas imaginarias, no simples objetos de trapo y plástico. Eran ecos silenciosos de su propio mundo.
"¡Despierta, mi pequeña!", susurraba a la muñeca dormilona, alzándola con la delicadeza con la que deseaba ser alzada ella misma al despertar. "¿Te sientes… solita?", preguntaba, susurrando la palabra casi como un secreto compartido.
A la muñeca de mejillas húmedas le decía con voz suave: "¿Por qué lloras, mi corazón? ¿También te sientes triste? Ya no llores, aprende de mí... ya casi no lloro cuando no hay nadie." La abrazaba fuerte, buscando en ese pequeño cuerpo inerte el consuelo que a veces le faltaba a ella.
"¿Qué anhela tu pequeño corazón hoy, mi niña?", respondía a la muñeca parlante, cuya única palabra era "mamá". Para la niña, esa palabra era un eco de una ausencia. "Yo también… a veces deseo a mi mamá", decía, y el beso que depositaba en la mejilla de la muñeca era un anhelo silencioso, una forma de darse cuenta a sí misma el cariño que extrañaba.
"¡Despierta, corazón de azúcar!", susurraba a la muñeca de ojos dormilones, acunándola con una ternura que brotaba directamente de su propio corazón. "¿Por qué esas lágrimas saladas, pequeña mía?", preguntaba a la muñeca de mejillas húmedas, y al abrazarla fuerte, como si pudiera absorber su tristeza, el llanto, misteriosamente, se detenía.
Pero un día, mientras caminaba por la calle (probablemente pensando en cosas importantes, como si los calcetines desparejados se escondían en una dimensión secreta), la niña se topó con algo… inusual. Entre los restos de una caja de pizza aplastada y un periódico viejo, yacía una muñeca. No era una muñeca cualquiera. Esta muñeca había tenido, digamos, un encuentro cercano con algo caliente. Quizás un dragón bebé con hipo de fuego. Quizás un experimento científico que salió un poco… chamuscado. En cualquier caso, la muñeca estaba, para ser sinceros, hecha un desastre. Y la niña, que tenía un corazón más grande que un camión de helados, sintió una punzada de… ¿pena? ¿Curiosidad por saber si olía a malvavisco quemado? ¿Quién sabe? Lo que sí sabemos es que decidimos que esa muñeca necesitaba ayuda.
La niña limpió la muñeca. Con cuidado. Le habló. "Oh, tú", dijo la niña. "Alguien te hizo daño." Vistió a la muñeca. "Un vestido bonito", dijo la niña. "La otra muñeca te lo dio." La niña pensó. "Brazos", dijo. "Necesitas brazos para abrazar." Pensó más. "Ojos", dijo. "Ojos para ver." La niña fue a la tienda. Compró ojos de peluche. Se los puso a la muñeca quemada. La muñeca quemada besó a la niña. La niña se sintió feliz.
"¡Ay, pequeña carbonizada!", le susurró la niña a la muñeca, con una mezcla de asco y compasión que solo una niña puede sentir. "¡Qué barbaridad te han hecho! ¡Algunos grandullones son más brutos que un orco con dolor de muelas! ¡Tirar una preciosidad como tú a la basura! ¡Es para darles con un zapato en la coronilla!" La niña frunció el ceño. "Pero no te preocupes, mi pequeña tostada. Te vamos a arreglar. Unos brazos nuevos, ¡quizás de esos articulados que hacen 'clic-clac'! Y unos ojos… ¡unos ojos de verdad, que te sigan como si tuvieran vida propia! ¡Ya verás qué envidia le dará a la dormilona con su vestido de segunda mano!" La niña sospechó de indignación. "¿Y lo de tus piernas chamuscadas? ¡Qué descuido más espantoso! ¡A esa madre desalmada habría que darle un buen tirón de orejas! Las quemaduras, cariño, no solo se curan con cremas pegajosas. ¡También necesitan lágrimas! ¡Lágrimas de arrepentimiento, claro está!"
Y así, jugando tan seguramente que el juego se había olvidado de ser juego, la niña sintió una punzada real en el corazón por su muñeca herida. Tomó el teléfono, un aparato que para ella a veces era un caracol mágico que comunicaba mundos lejanos. Marcó unos números que había oído a los mayores, números que sonaban a sirenas y a prisas.
" Hola ", dijo con su voz temblorosa. " Necesito un médico. Para mi hija. Está quemada y no puede ver. "
Al otro lado del hilo, una voz se sorprendió, luego se enterneció. Cuando llegaron los hombres de la ambulancia, con sus caras serias y sus maletines misteriosos, vieron a la niña con su muñeca achicharrada en brazos. Al principio, la primera reacción en sus caras fue " emergencia falsa ", pero el motorista les preguntó a los paramédicos: " ¿Alguna vez has querido tanto algo que ni siquiera era real? " No la regañaron por su confusión entre la fantasía y la realidad. Al contrario, se arrodillaron a su lado y jugaron a curar a la muñeca con vendas imaginarias y palabras suaves.
No era la primera vez que los niños pueden ser los primeros en entender el dolor ajeno —a veces mejor que los adultos— y cómo sus preocupaciones y lágrimas pueden ser el reflejo de sufrimientos internos.
La motorista, al ver que los paramédicos se enfocaron en la muñeca, se preguntó: " ¿Quién necesita más amor, la niña o la muñeca? " Se acercó a la niña y le dio cariño, sin saber lo que el destino le tendría a la niña, quien respondió con un abrazo y un beso. A veces, la mejor medicina para entender el corazón de un niño que se olvida de que está jugando, es hacerlo sentir amado.
¿Qué sucede cuando una madre encuentra a su antigua muñeca escondida entre recuerdos polvorientos? ¿Y qué pasa cuando su hija descubre que también tiene heridas similares?
Descúbrelo en el próximo capítulo.
Editado: 09.06.2025