Soy esa madre que nunca dejó de ser niña. Antes de ser mamá, ya era mamá... de una muñeca llamada Lola.
Cuando era pequeña, yo también hablaba con mis muñecas como si fueran personas de verdad. No simples trozos de tela o plástico, ni juguetes olvidados debajo de la cama. Eran mi refugio, mis cómplices, mis pequeñas hijas imaginarias que me escuchaban sin juzgar, que lloraban cuando yo no podía hacerlo, que se quedaban calladas cuando yo ya no tenía palabras.
Lola tenía el pelo rubio descolorido, un vestido rosa desteñido y una mancha oscura en la mejilla izquierda, como si hubiera pasado por un incendio pequeño pero intenso. Yo le dije:
—También te sientes sola, mi corazón? Ya no llores, aprende mí... ya casi no lloro cuando no hay nadie.
A veces me pregunto si aquella niña aún vive dentro de mí. Si sigue allí, sentada en una esquina de mi memoria, abrazando a Lola como si fuera lo único que nunca la abandonaría. Porque la verdad es que sí, a veces juego con ella. En silencio. En secreto. Sobre todo en las noches en que el sueño se niega a llegar.
Hoy, mientras buscaba calcetines limpios para Jimena, la encontré otra vez. Lola. Estaba guardada en una caja de madera debajo de mi cama, envuelta en una bufanda vieja que olía a invierno y tristeza. La tomé entre mis manos y, sin darme cuenta, comencé a hablarle. Como antes. Como siempre.
—Hola, Lola —susurré—. ¿Aún me recuerdas?
Fue entonces cuando escuché sus pasos detrás de mí. Suaves, tímidas pisadas de alguien que había visto algo que no debería haber visto.
Me di vuelta y ahí estaba Jimena, parada en la puerta, con los ojos llenos de lágrimas y el peluche favorito apretado contra su pecho.
—¿Por qué lloras, mamá? —preguntó, sin acercarse.
—No estoy llorando —respondí, aunque mis mejillas estaban mojadas.
Ella bajó la mirada, como si entendiera que a veces “no estoy llorando” significa exactamente lo contrario.
Entonces se dirigió a Lola y preguntó:
—¿Era tuya?
Asentí. No quería contarle toda la historia todavía. No estaba lista. Pero necesitaba decirle algo. Algo que pudiera ayudarla a entender que no estaba sola en sentirse sola.
-Si. Se llamaba Lola. Era mi amiga cuando no tenía a nadie más.
Jimena se acercó despacio, como si temiera romper algo. Tomó la muñeca entre sus manos y la observó con cuidado, como si pudiera ver todas las historias escondidas en sus costuras rotas.
—Verdad, mamá, que jugar es una forma de llorar cuando estás sola?
Me quedé callada. Aquella frase salió de su boca como si hubiera estado esperando salir durante años. Y tal vez así fue. Porque yo también la había dicho, alguna vez, mucho tiempo atrás. En un diario que escribió cuando tenía su edad. En páginas arrancadas que enterré bajo una promesa: que algún día se las leería a mi hija.
Le sonreí. Le toqué la frente. Le dije:
—Sí, cariño. A veces jugar no es solo jugar. A veces es recordar. O sanar. O gritar sin hacer ruido.
Ella ascendió, como si hubiera encontrado una respuesta que no sabía que buscaba.
— ¿Puedo quedarme con Lola hoy?
Deseé decir que no. Que Lola era mía, que no estaba lista para compartirla. Pero no lo hice.
—Claro. Solo cuídala. Ella ha vivido muchas cosas.
Jimena la abrazó fuerte, como yo solía hacerlo. Y en ese momento, vi en ella un reflejo de mí misma. De esa niña que creía que estar bien era decir “estoy bien”, aunque estuviera rota por dentro.
¿Alguna vez has tenido algo que no era solo un juguete?
¿Algo que guardaste, no por su valor material, sino por lo que representaba?
¿Algo que de pronto, sin aviso, cambia tu vida... como está a punto de cambiarnos la vida a mi hija y a mí?
¿Alguna vez has tenido un día que comienza antes de la hora habitual de despertar?
¿Una mañana donde cada minuto parece una olimpiada de resistencia emocional?
Descúbrelo en el próximo capítulo.
Editado: 10.06.2025