Mi día había comenzado como siempre: a toda velocidad y con cero control. Me desperté a las 6:45 en lugar de las 6:00, lo que significaba que Jimena tuvo que desayunar galletas María con mantequilla de maní y ponerse la ropa mientras yo le trenzaba el pelo como si fuéramos un pit crew de la Fórmula 1.
Logramos llegar al colegio sin (tantos) gritos ni lágrimas. Luego regresé a casa pensando en el café que no tenía y en mi camiseta con un agujero en la axila del tamaño de una mordida de cocodrilo. Literal. Todo iba según lo previsto: desordenado, con aroma a desastre.
Y entonces, lo vi.
Un hombre. En mi puerta. Alto, moreno, y con el tipo de sonrisa que hace que una madre soltera recuerde que aún tiene hormonas. Cargaba una caja, una planta medio moribunda y un perro salchicha con actitud de abogado penalista.
—Hola —dijo, sin pizca de vergüenza—. Soy tu nuevo vecino. Me llamo Mateo. Vivo en el 3B. Esto —levantó la caja— es café. Y esto —señaló al perro— es Kafka.
Kafka me miró como si supiera todos mis pecados.
Otra vez su sonrisa. Una sonrisa que hace preguntarte si aún recuerdas cómo se respira entrecortado cuando alguien te mira de verdad.
—Valeria —respondí, tratando de no parecer una mujer que no se ha lavado el cabello en dos días—. Café es palabra mágica. Puedes pasar.
Mateo entró como si mi departamento no fuera un campo minado de juguetes, zapatos y una trapeador empapada que había dejado a secar en el pasillo. Tropiezan los dos. La caja vuela. El café se derrama. Kafka ladra como si estuviera narrando una tragedia griega.
—️Estoy bien, ¡estoy bien! —dijo Mateo, levantándose con dignidad a medias.
—No era tu café, era tu bautismo como vecino. ¡Bienvenido al caos!
Nos reímos. Él tenía una risa honesta, de esas que hacen eco en los pasillos del corazón. Mientras lo ayudaba a limpiar, noté que tenía manos de alguien que ha cargado más que cajas. Mencionó, entre trapo y trapo, que había trabajado en una librería de viejo, había sido bibliotecario escolar y también había dado clases de literatura.
—¡Espera! ¿Eres uno de esos tipos que leen poesía en voz alta para conquistar?
—Solo cuando es necesario. Pero Kafka odia la poesía. Ladra en las estrofas.
Después del café derramado y las presentaciones surrealistas, nos sentamos en la mesa desordenada de mi cocina. Me habló de su mudanza apresurada, de un trabajo como redactor de contenidos para una empresa que vendía seguros de vida ("el lado oscuro del marketing", dijo con sorna), y de su deseo de volver a escribir algo propio.
—¿Y tú a qué te dedicas, Valeria?
—A sobrevivir. Y a vender cremas que prometen milagros en tres días. Trabajo en una tienda de cosméticos.
—Eso suena a magia negra.
—Lo es. El cliente entra con autoestima baja y sale con una tarjeta de crédito temblando.
Hubo una pausa. Kafka se subió a mis pies como si me aprobara. Y Mateo me miró con una mezcla de interés genuino y algo más. Como si pudiera ver más allá de mis ojeras de guerra y mi coleta torcida.
Justo en ese momento, entró Jimena como un huracán.
—¡MAMÁ, LA SEÑORA DE LA PAPELERÍA ME DIO UN SOBRE PARA TIIII... —se detuvo al ver a Mateo—. ¡Ah, hola! ¿Eres el nuevo novio de mi mamá?
Mateo se atragantó con el café.
—¡Jimena!
—¡Lo preguntaba nomás!
Kafka ladró. Mateo se rió. Yo quise evaporarme.
Pero algo en esa escena, caótica y tierna, me hizo pensar que tal vez... solo tal vez... este hombre con perro y café había llegado justo cuando el universo decidió que mi vida necesitaba un nuevo capítulo.
Uno con café, sarcasmo y quizás, solo quizás, un poco de esperanza con patas.
Y, tal vez, un trapeador menos… y una esperanza más.
Me quedé mirando la puerta después de que se fue. Silencioso. Como si aún estuviera procesando que alguien había estado allí, que alguien había visto mi casa, mis calcetines rotos, mis miedos disfrazados de risa.
En la mesa, seguía la taza medio vacía. Con un resto de café frío. Como los restos de una promesa que aún no sabía cómo cumplir.
Me senté. Cerré los ojos. Tenía que buscar algo que me sacara de esto.
Uno ha repetido tantas veces que al amor no hay que buscarlo pues llega solo, pero cuando llega con un “hola”, es la prueba de que lo caótico de la vida puede abrir espacio para lo inesperado.
De que las segundas oportunidades no siempre llegan con flores… sino con café derramado, un perro salchicha y una niña que pregunta si es mi nuevo novio.
Cerré los ojos.
Necesitaba procesar todo.
Y justo cuando creía que el universo había terminado de sorprenderme por hoy…
Kafka volvió.
Con mi sostén en la boca.
¿Alguna vez has tenido un día que comienza con números rojos y termina con lágrimas silenciosas? ¿Alguna vez has querido tanto a alguien que te diste fuerzas de donde no tenías?
Porque no se trata solo de pagar cuentas, hay otras deudas que cobran un porcentaje elevado de interés: se trata de pagar amor, ilusión, dignidad. En el próximo capítulo encontrarás la lucha diaria de las madres que no tienen superpoderes, pero sí corazones gigantes.
Editado: 09.06.2025