Día: martes. Hora: 07:58 a.m. Estado emocional: frágil. Número de veces que consideré mudarme a una cueva: 3.5 (la media es porque en la última vez me interrumpió un correo de la escuela).
Primera alarma del día: abrir la aplicación del banco. Saldo disponible: $38.47. Sensación: parecida a recibir un ladrillazo en el alma. Luego, revisar el correo electrónico:
Aviso de corte de luz si no se paga antes del viernes.
Recordatorio amable del colegio sobre la colegiatura vencida.
Un mail automático de la arrendadora, titulado amablemente: “Tercer aviso. URGENTE”.
Y, como cereza del pastel, Jimena se apareció en la cocina con los ojos enrojecidos y una expresión que no le había visto antes. Esa mezcla peligrosa entre tristeza y rabia contenida.
—No quiero ir a la escuela —dijo con voz bajita, abrazando su peluche como si pudiera protegerla del mundo.
—¿Por qué, amor? —le pregunté, tratando de mantener el tono maternal y no sonar como una mujer al borde del colapso nervioso.
—Porque todos tienen papás que van a los festivales. Y yo no tengo más que mi cartulina.
Boom. Corazón roto. Y eso que aún no había ni desayunado.
Intenté explicarle que mamá trabaja mucho porque hay que pagar cosas importantes, como comida, techo, y la plataforma de caricaturas. Pero Jimena no quería razones lógicas. Quería a alguien que la llevara al colegio sin parecer una zombi con ojeras.
Así que fui al trabajo como una zombi con ojeras.
En el descanso, revisé mi cuaderno de cuentas. Sumé, resté, recé, sumé de nuevo. Nada cuadraba. A menos que pudiera vender un riñón o fabricar mi propia energía con hamsters, la cosa estaba complicada.
Y ahí, en el baño de la tienda, con olor a perfume barato flotando en el aire, me eché a llorar. No el llanto elegante tipo película francesa. No. Llanto feo. De esos que dejan los ojos como tomates y hacen que el rímel se convierta en arte abstracto.
Pensé en Jimena. En su carita triste. En la forma en que había dejado su dibujo de “Mi familia” sobre la mesa, con sólo dos figuras: ella y yo. Me sentí una madre intentando flotar con piedras pesadas en los bolsillos.
—Valeria, ¿estás bien? —preguntó Marcela, la compañera nueva que siempre parece tener el pelo limpio y la vida resuelta.
—¡Claro! Solo me entró un… delineador en el ojo. ¡Un delineador emocional!
Marcela me abrazó, y en un acto que demuestra que el universo no siempre es cruel, me deslizó un cupón del 20% de descuento en pañales y cereales. Lo cual no resolvía mi deuda, pero al menos me devolvió algo de fe en la humanidad.
Regresé a casa y encontré a Jimena dormida en el sofá, con el control remoto abrazado como si fuera su salvavidas. Me senté a su lado. La besé en la frente. Susurré:
—Vamos a estar bien, mi amor. Aunque tenga que vender cremas, órganos y los zapatos de tacón que no uso desde 2019.
Detrás del llanto, de las deudas y de la caja de cereal vacía, hay una mujer que sigue luchando. Y que, a veces, un simple cupón puede devolver algo más que comida. Puede devolver la fe.
Y al día siguiente… cambié mis cupones, vendí dos cremas, tres labiales y un iluminador a una señora que decía tener “una cita con un piloto de avión jubilado”. Lo juro.
Esto no es solo es mi historia. Esto es guerra. Pero tengo el inicio de un ejército: una niña de siete años con el alma más luminosa que mi cuenta de luz.
Pero, aquí viene un pero...
¿Alguna vez has estado sola en medio de la noche, con un hijo enfermo y un corazón desesperado? ¿Tiene sentido que no tienes a nadie a quién llamar, pero igual encuentras la forma para resolver?
No te pierdas el próximo capitulo.
Editado: 09.06.2025