Buscar apoyo no es rendirse. Es simplemente reconocer que ser madre soltera es como hacer malabarismos por una escalera eléctrica: necesitas equilibrio, fuerza y alguien que grite '¡no te caigas!' desde el suelo.
El problema con ayuda es que, a veces, parece más fácil construir una casa con palillos de dientes que encontrar a alguien que escuche de verdad. Sobre todo cuando tienes dos calcetines distintos, el pelo hecho un nido de pájaro y llevas tres días usando la misma camiseta porque “ya se lavará sola... ¿verdad?”.
Así que decidí empezar por lo menos intimidante: el grupo de madres del colegio .
Grupo de madres: donde las lágrimas vienen con vino tinto
Me inscribí en el "Círculo de Apoyo Materno" que organizaba la escuela los jueves por la tarde. La descripción decía:
“Espacio seguro para compartir experiencias, fortalecer redes y aprender juntas”.
Pensé: "Esto es perfecto. Vamos a hablar de crianza, vamos a reír, vamos a llorar, vamos a crear amistades que durarán toda la vida. Será tipo 'Mujeres al borde de un ataque de nervios', pero con más vino y menos drama".
Fue exactamente eso. Pero con más drama.
Llegué con mi cuaderno rojo, una botella de agua (porque no soy adicta al vino, soy solo adulta responsable), y una sonrisa de “yo puedo con esto”.
La sala estaba llena de mujeres increíbles. Algunas se miraban muy bien. Otras tenían ojeras como yo. Una incluso llevaba un bebé colgado en un portabebés y una mirada perdida que decía “¿quién me mandó a mí a este infierno social?”
Presentaciones:
Marina : mamá de tres, dueña de una tienda online de juguetes educativos, y probablemente la única persona en el planeta que puede hacer que sus hijos coman brócoli sin hacer un berrinche.
Lucía : divorciada, trabajadora independiente, y experta en frases como: "No, no le doy azúcar a mis hijos. Solo les doy amor y chocolate negro".
Carla : mamá de mellizas, con una energía de supervillana, que preguntó si alguien estaba interesada en montar una cooperativa de cuidados infantiles.
Yo : Valeria. Mamá de una. Trabajo vendiendo cremas que prometen rejuvenecerme cinco años (fallan miserablemente). Y sí, mi hija sí dijo que la directora era una morsa con peluca.
Silencio incómodo. Luego risas. Y después, una conexión real.
Hablamos de sueños truncados, de noches interminables, de cómo explicarles a tus hijos que no tienen papá sin parecer trágica. Hablamos de trabajo, de dinero, de terapias, de sexo post-parto, de cómo dormir cinco horas seguidas es como ganar la lotería.
Y, sobre todo, hablamos de soledad.
Cuando salí de allí, tenía el corazón un poco más lleno. Y un colectivo de WhatsApp con nombres como “Mamás Salvajes” y “Vino y Madres”.
Era un comienzo.
Después de la charla con las mamás, fui a ver a la psicóloga del colegio. Se llamaba Clara, tenía un collar de cuentas gigantes, pelo rizado y una voz calmada que hacía pensar que podría resolver cualquier conflicto mundial.
—Valeria, gracias por venir. He estado observando a Jimena. Tiene una imaginación maravillosa, pero noto cierta ansiedad. Sobre todo cuando hay actividades familiares.
—Lo sé —dije—. Ella siente que falta algo. Alguien. Y aunque intento llenarlo con amor, juegos y besos, no siempre alcanza.
Clara ay.
—Es normal. Aunque no lo diga, ella está procesando muchas cosas. A veces, el juego es una forma de expresar lo que no pueden decir con palabras.
—Como cartas escribir a muñecas quemadas y fingir que están bien...
—Exacto. Puede que sea útil que hablemos con ella. Que le demos herramientas para expresar lo que siente. Y tú también necesitas espacio para sanar.
—Tengo espacio. Está entre la pila de ropa sucia y el cajón de los cubiertos.
Clara sonrió.
—Podemos ayudarte. Tienes que dejar de cargarlo todo tú sola.
—Es que no tengo a nadie más.
—Tienes a nosotras ahora.
Y así, oficialmente, pasé de “madre soltera desesperada” a “madre soltera con red de apoyo y sesión semanal de psicología infantil”.
Una noche, mientras revisaba facturas y pensaba en mudarme a una cueva, llamaron a la puerta.
Abrí y ahí estaba él. Mateo. Con una bolsa de café recién tostado, un libro que olía una nostalgia y una mirada que decía: “Te he echado de menos, pero no voy a decirlo todavía”.
—Hola —dijo—. Vi que estaban cerrando la librería donde trabajé. Estoy ayudando a donar libros al colegio. Pensé que tal vez podrías usar algunos para Jimena.
—Mateo, eres como un ángel con barba y aroma a espresso.
Entró con la bolsa de libros, dejó uno sobre la mesa, y luego dijo:
—También vine a preguntarte algo.
—¿A qué?
—Si quieres que empecemos a salir. No como pareja. Aún no. Pero como amigos. Como aliados. Como adultos que tienen cosas en común, como hijos, cafeteras y traumas laborales.
Me quedé callada. Sorprendida. Y feliz. Porque no me ofrecía romance ni rescate. Me ofrecía compañía. Apoyo. Escucha.
—¿Y Kafka? —pregunté.
—Él vota por ti. Dice que hueles a vainilla y resiliencia.
Sonreí.
—Entonces acepto. Pero bajo una condición.
—¿Cuál?
—Que sigas trayendo café. Porque si no, no respondo de mí.
Nos reímos. Él se quedó un rato. Nos contamos historias. Café en mano. Silencio cómodo. Y, por primera vez en mucho tiempo, sentí que no estaba completamente sola.
Jimena apareció de repente, con cara de zombi de película de terror.
-¡Oh! —dijo—. ¿Ya tienes novio?
Mateo tragó saliva y se dirigió a Valeria:
—¡Ay, por Kafka! —susurró él—. Me está evaluando…
Luego Mateo se dirigió a Jimena:
-No. Soy solo... amigo. Vecino. Aliado estratégico.
Jimena asiente.
—Bueno, entonces invítalo a cenar.
Y así, sin querer, comenzó algo nuevo.
Epílogo para ti.
Busqué apoyo. Lo encontré en lugares inesperados: en un grupo de madres que entendieron mis silencios, en una psicóloga que supo escuchar a mi hija, en un vecino que no pretendió salvarme, sino acompañarme.
Editado: 10.06.2025