Valeria: manual para no rendirse

Capítulo 12: La sorpresa del ex.

Todo comenzó con la cafetera eléctrica y un enchufe traicionero.

La cafetera explotó como si estuviera poseída por el espíritu de un electricista mal pagado. Justo cuando yo empezaba a creer que hoy sería ese gran día. El día en que todo saldría bien.

—¡Mamá! ¿Estás bien? —preguntó Jimena desde la mesa, donde decoraba galletas con marcadores.

—Casi. Pero tranquila, solo fue mi futuro financiero el que ardió en llamas. Nada grave.

Rescaté la cafetera moribunda y la puse junto a la tostadora, que lleva meses de ociosa sin ganas de hacer nada. Juntas parecen un club de electrodomésticos jubilados. Me hice un café instantáneo con sabor a resignación y salí al balcón a respirar aire fresco… y estrés puro.

Hoy era el día. Mi día. La primera jornada en la placita del barrio con mi “cafetería itinerante” —nombre elegante para decir “mantita sobre el pasto con termo, bizcochuelo y sueños”.

Carla había prometido llegar con cartel, mesas plegables y actitud de influencer de barrio. Mateo con libros infantiles, su perro Kafka (más escéptico que un crítico literario) y su sonrisa café-latte. Yo solo tenía... miedo. Y un delantal con una mancha sospechosa de yogurt.

Jimena se puso una capa de superheroína.

—¿Estoy lista para vender café?

—Tú eres la jefa de relaciones públicas.

—Perfecto —dijo—. Kafka será seguridad. Y tú… puedes ser la que hornea.

—Aunque no haya horno.

—Exacto.

Nos dirigimos a la placita como si fuéramos a conquistar Roma con una caja de galletas y una lata de leche condensada. Montamos la manta, pusimos las tazas, desplegamos el cartel hecho a mano: “CAFÉ Y TRIBU: Prohibido juzgar, permitido llorar”.

Una señora mayor se acercó con cara de quien sospecha que el mundo está lleno de trampas.

—¿Esto es gratis?

—Gratis como el amor de madre después de un buen día de colegio. O sea, casi milagroso. Pero necesito una historia a cambio. Una honesta. Puede incluir llanto, divorcio o gatos.

Se sirvió café. Me contó de su gato. Me contó que no hablaba con su hija desde el parto del nieto.
La abracé. Ella me abrazó. Y así, entre chispas eléctricas y migas de galleta, nació la primera conexión humana del día.

A las diez llegaron las primeras madres. Una con cara de “no dormí por estar viendo una serie adictiva”. Otra con gemelos pegados al cuerpo como koalas drogados. Carla llegó con brillo en los labios y un look de influencer de barrio.

Mateo llegó tarde, por supuesto. Pero con una caja de libros infantiles, una sonrisa culpable y Kafka recién bañado por si llegaba un niño con ganas de acariciarlo.

—¿Estás bien? —preguntó, acercándose.

—Más o menos. ¿Tú?

Pero justo cuando empezaba a sentirme invencible, apareció alguien que no esperábamos. Alguien con un portapapeles, lentes oscuros y una expresión que gritaba: “Licencias municipales. Papelitos. Multas.”

Y entonces vi quién era. Me congelé. No por el uniforme, ni por el portapapeles. Por esa forma de mirar. Como si nunca se hubiera ido.

Mi ex. El padre biológico de Jimena.

El mismísimo.

Con papeles, autoridad y una sonrisa que decía: “Te voy a cerrar este circo ambulante hoy mismo”.

—Hola, Valeria —dijo—. ¿Me das una taza de café... antes de ponerte una multa?




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