Valeria: manual para no rendirse

Capítulo 21: Tu pasado ya no tiene que definirte

Mi primer impulso fue tirarle el termo de café por la cabeza.

El segundo, sonreír como una reina buena que no guarda rencores, solo cicatrices decoradas con delineador barato.

Elegí el segundo. A duras penas.

—Hola, Andrés. —Sí, lo llamé por su nombre. Nada de “el ex”. Ni de “el espécimen emocionalmente evasivo que huyó a Tailandia cuando vio dos rayitas en un test.”

—¿Te parece si hablamos en privado? —dijo, con esa voz de "soy adulto funcional con poder institucional".

Mateo, que hasta ese momento estaba acomodando libros infantiles junto a unas tazas de plástico, se acercó con ese paso silencioso de los que saben que algo huele mal.

—¿Todo bien? —preguntó.

—Perfectamente —respondí con la sonrisa más falsa del hemisferio sur—. Solo asuntos de... electricidad emocional no resuelta.

Andrés miró a Mateo. Mateo miró a Andrés. Kafka se puso entre ellos, como diciendo: “Un paso más y te muerdo el ego.”

—No vine a hacer problemas —dijo Andrés—. Pero alguien del municipio envió una denuncia anónima sobre actividad comercial no registrada en espacio público.

—¿Y esa “persona anónima” no tendrá tu número guardado como ‘Amor con alergia al compromiso’?

Él quiso hacerse el serio. Mateo carraspeó. Carla apareció por detrás como si la hubieran invocado con un conjuro feminista.

—¿Estás molestando a mi socia? —dijo, con las manos en la cintura y una camiseta que decía: “No molesto, pero si me buscan... me encuentran.”

Andrés, muy valiente él, reculó un paso.

—Solo estoy cumpliendo con mi trabajo. Pero si quieren hacerlo bien, deben registrar el evento, presentar permiso de ocupación y pagar la tasa correspondiente.

—Perfecto. Dame los formularios. —Dije eso como si supiera lo que estaba diciendo. Como si “formulario” no me diera sarpullido administrativo.

Andrés pareció confundido. Esperaba llanto, súplica, caos. Pero yo no iba a regalarle ni un parpadeo tembloroso.

—¿Por qué estás haciendo esto? —le pregunté, bajando el tono.

Él me miró. Bajó la vista. Y entonces lo vi. No era autoridad. Era culpa. Culpa mal disimulada bajo un uniforme.

—No lo sé. Supongo que no pensé que estuvieras... haciendo algo así. Pensé que eras feliz con tu rutina.

—Y tú pensabas que los bebés se crían solos.

No hubo respuesta. Solo silencio y una sombra de algo que parecía remordimiento. O indigestión. Difícil saber.

—Ahora que estas aquí—le dije con fuerzas renovadas— creo que es justo que yo te demande para que ayudes a Jimena y creo que tienes años de pagos que tendrías que hacerme.

Justo cuando el ambiente estaba tenso como un sostén en liquidación, apareció Jimena.

—¡Mami! ¡Mira! Hice un cartel nuevo para el stand.

Corrí a verla. La hoja decía, en letras torcidas y con muchos corazones:

“CAFÉ Y ABRAZOS GRATIS.”

Carla rió. Mateo también. Incluso Kafka dio una vuelta triunfal como si fuera su campaña.

Andrés miró el cartel. Lo leyó. Lo volvió a leer. Y tras la amenaza e idea genial que se me ocurrió, cambió de tono.

—¿Sabes? —dijo, rascándose la nuca—. Tal vez... tal vez podría no enviar el informe aún. Técnicamente, esto no es una venta, es café gratis. Es... ¿interacción comunitaria con café de acompañamiento?

—¿Legalmente aceptado?

—En... algunos círculos muy alternativos. —Sonrió con torpeza.

—Entonces, ¿nos perdonas la multa?

—Por esta vez.

Jimena se acercó a él y reconociéndolo de algunas fotos que todavía guardaba.

—¿Tú eres mi papá?

Silencio. Total. El tipo de silencio que suena en películas cuando alguien tira una bomba de verdad sobre una escena en apariencia pacífica.

—¿Qué te dijo tu mamá? —preguntó Andrés, tragando saliva.

Jimena no tenía odio contra su padre. Le había contado las cosas como algo natural, en lenguaje de niños, sin que ella sintiera odio hacia él.

—Sí —dijo Jimena— mi mamá guarda fotos tuyas para que sepa cómo es mi padre y en qué me parezco a ti.

Él bajó la cabeza. Se agachó hasta estar a su altura.

—Soy tu papá. Y no tengo excusas. Solo miedo y torpeza. Pero... si tú quieres, puedo venir a ayudarte con los cartelitos.

Jimena lo miró con cara de quien ha leído gente más creíble en sus libros de jardín. Pero al final asintió con un encogimiento de hombros.

—Solo si traes marcadores nuevos. Los míos ya no pintan.

Y así, sin drama ni violines de fondo, empezamos a desmontar el pasado como quien desarma una carpa con cuidado para que no se rompa nada.

Más tarde, Carla me abrazó por la espalda.

—¿Y eso?

—No sé qué fue. Pero por primera vez, no quise que desapareciera. Quise que respondiera.

Mateo me pasó una taza de café.

—Y, ¿seguimos con la tribu?

—Seguimos. Ahora tendré un ingreso que debí recibir hace varios años.

—¿Qué?

—Demandaré a Andrés para que me pase dinero por Jimena y me pague todas las cuotas de los años que no me ayudó

Nos reímos y saltamos de alegría. Jimena pintó un corazón sobre el delantal. Kafka se durmió cerca de nosotros. Y yo… yo sentí que el universo te abre puertas cuando inicias las cosas.




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