Valeria: manual para no rendirse

Capítulo 26: El cuaderno rojo.

Mateo llegó a las cinco y doce de la tarde. La hora exacta en la que el sol entra de lado por la ventana y hace que todo parezca más cálido de lo que realmente es.

Yo estaba limpiando la cafetera, aunque no estaba sucia. Es lo que hago cuando no sé qué sentir.

Kafka entró primero, con esa dignidad de perro que ya se sabe parte de la familia. Mateo lo siguió, más silencioso que de costumbre, con una caja en las manos y los ojos cansados.

—Hola —dijo.

—Hola —respondí, sin levantar del todo la vista.

El silencio entre nosotros no era incómodo. Era… antiguo. Como si nos hubiéramos encontrado después de una pelea que no tuvimos pero sí sentimos.

—Me enteré —dijo él, dejando la caja sobre la mesa.

—¿De qué?

—De Andrés. Y de Jimena. De todo.

Asentí. No hacía falta explicarle. Él ya sabía todo sin que yo se lo contara.

—¿Querés saber si todavía me importa? —preguntó.

No contesté.

—Sí. Me importa. Y no porque desconfíe de vos. Sino porque sé lo que es perder algo por callar.

Me quedé mirándolo. Esa forma suya de hablar: sin alzar la voz, sin interrumpir el aire, pero como si cada palabra fuera una verdad recién salida del horno.

—Valeria —dijo, y mi nombre sonó distinto—. No vine solo a hablar. Vine a traerte algo. O mejor dicho, a abrir una puerta.

Abrió la caja. Dentro había unos sobres, una carpeta, y una pequeña libreta de tapas verdes.

—¿Qué es esto?

—El alma de un lugar que se quedó sin voz.

Me explicó.

Había fallecido una mujer llamada Teresa, a quien Mateo conocía desde sus años como bibliotecario en el barrio. Tenía una panadería-cafetería antigua, de esas que huelen a canela incluso con las ventanas cerradas.

Sus hijos no querían seguirla. Tenían otras vidas, otros ritmos. Y Mateo, por esas casualidades que no son casuales, pasó por allí el día del velorio. Entró. Habló con ellos. Vio el lugar. Olió el pan que aún salía de la máquina por inercia, como si el negocio mismo se resistiera a morir.

—Me preguntaron si conocía a alguien que pudiera quererlo —dijo Mateo, mirándome—. Y pensé en vos. No porque estés sola. Sino porque ya no lo estás.

Sentí un temblor en las manos. Uno de esos que anuncian que algo importante está a punto de pasar.

—Mateo… yo no sé si puedo.

—Podés. Tenés lo más difícil: tenés un sueño. Y ahora tenés tiempo. Y algo de dinero. El resto se aprende.

—Y vos… ¿dónde entrás en esto?

Me miró. Con esa mirada que no invade, pero que toca fondo.

—Yo entro donde vos me dejes. Puede ser como socio. Como amigo. Como el que pasa los domingos a arreglar la máquina de café. Lo que quieras. Menos como alguien que se va.

Y ahí se quebró algo.

O se unió.

No lo sé.

Jimena entró en ese momento. Con la boca manchada de chocolate y los pelos parados como antenas.

—¿Mateo! Viniste!

—Vine.

Ella lo abrazó. Kafka ladró. Y la vida, que no siempre sabe rimar, nos dio una estrofa perfecta.

Esa noche, después de cenar, me senté con la carpeta en las piernas. Miré los números. Los planos. Los contratos.

Y pensé en todo lo que había tenido que soltar para llegar hasta aquí.

Y en todo lo que ahora podía construir.

No sé si lo vamos a lograr. No sé si sabremos cómo. Pero por primera vez, no me da miedo empezar. Porque no estoy empezando sola. Y eso, en este mundo, ya es casi un milagro.

¿Alguna vez tuviste miedo de avanzar porque ya habías sobrevivido demasiado?

CUADERNO ROJO

Día 1 – Sobre sobrevivir y construir

Hoy no tuve que correr. No vendí nada. No respondí correos. No maquillé mis ojeras.

Y sin embargo… me sentí viva.

Aprendizaje del día:

✏️ Un ingreso no es libertad si solo sirve para abrir grilletes por un momento.

Ahora pienso en el dinero como algo que no solo debe salvarme, sino ayudarme a avanzar.

Siempre trabajé para no deber.

Nunca trabajé para soñar.

Hoy, alguien me ofreció una llave. No una salvación. Una posibilidad.

Y siento que este cuaderno no va a ser solo una lista de frustraciones.

¿Y si este es el primer capítulo de mi nueva historia?




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