La foto llegó por correo electrónico a las 23:48. Valeria la abrió con la taza del cuarto café del día entre las manos. Estaba cansada, sí, pero al ver la imagen, el sueño se apartó como una hoja que alguien sopla desde la ventana.
Teresa, sentada en la barra, rodeada de gente. No posaban. Reían. Estaban en mitad de algo que parecía un comentario cómplice, un chiste, una anécdota repetida. Teresa tenía una flor en el delantal. Nadie mira a la cámara. Todos miran entre ellos.
Y luego estaba la otra foto. Teresa Solá. Frente al ventanal del local. Mirando afuera. Como si supiera que algo estaba por venir. Como si intuyera que alguien —quizá Valeria, quizás nadie— ocuparía su lugar algún día.
Valeria imprimió esa segunda imagen en tamaño grande. La enmarcó. La colgó en la esquina junto a la repisa de las mermeladas.
Debajo colocó un pequeño recipiente de cristal con agua y una única flor blanca, fresca. Una nota, escrita con su mejor letra, decía:
"A Teresa. Si alguna vez te acompañó, dejale una flor".
Y empezaron a llegar.
No todas eran perfectas. Algunas eran flores silvestres robadas al paso. Otras venían con cinta. Algunas eran ramos. Una vez, alguien dejó una ramita de menta. Otra vez, un niño dejó un diente de león.
Pero cada día había una flor.
Y cada flor era una historia.
Cada pétalo, una gratitud silenciosa.
Un “no te olvidamos” en idioma vegetal.
Esa tarde, mientras preparaba café con Carla en la cocina, Valeria oyó la voz de Jimena jugando en el cuarto de los libros.
—Tú no te acerques al horno, ¿sí? Ya estás quemada, mi amor. Pero mamá te va a curar. Como Teresa. Aunque mamá también se cansó mucho ese día.
Valeria se quedó quieta.
Esa frase.
Esa frase como un hilo helado en la espalda.
Asomó la cabeza. Jimena tenía sus muñecas sentadas en fila. Una, la más vieja, la chamuscada, estaba acostada en una caja que hacía de cama. Le hablaba suavemente. La cubría con una servilleta como si fuera manta. Le ponía una gota de perfume en la frente.
— ¿Qué estás haciendo, mi amor? —preguntó Valeria, disimulando la inquietud con dulzura artificial.
—Jugando a que soy mamá. Y que esta muñeca se quedó. Como en mi sueño.
Valeria no respondió de inmediato.
Porque sintió una punzada en el estómago.
Porque sentí miedo.
—No juegues a eso, ¿sí? Mejor haz que esté sana. Que juega con las otras.
Jimena la miró.
—¿Por qué, mami?
—Porque algunas cosas… no hay que repetirlas ni siquiera en los juegos.
Esa noche, Valeria cerró la puerta de la cocina con doble traba.
Le pidió a Carla que se ocupara del horno.
Le dijo a Jimena que, por unos días, no tocara nada caliente.
Le dijo a sí misma que era solo por prevención.
Pero en su interior, algo se agitaba.
Porque hay fuegos que empiezan en la imaginación.
Y hay heridas que avisan antes de hacerse carne.
Y hay madres que tiemblan por dentro aunque sonarían por fuera.
Y hay niñas que, sin saberlo, sostienen su historia en una muñeca quemada.
Y madres que quieren salvarlas. A toda costa.
Los Primeros Tropiezos de la Tribu: Decisiones Urgentes
La mañana siguiente comenzó con un entusiasmo contagioso. Pero el Café y Tribu no tardó en demostrar que los sueños, por muy bonitos que sean, también necesitan tuercas, cables y un plan de contingencia.
El primer problema llegó con el amanecer. El refrigerador industrial , una reliquia que había servido a Teresa por décadas, se detuvo por completo. Un pitido agudo, y luego el silencio ominoso. La panadera, la misma que ponía canela a escondidas, casi lloró al ver cómo la masa del día empezaba a echarse a perder y los productos lácteos se calentaban peligrosamente.
—Valeria, no podemos seguir así —dijo, desesperada—. La leche, la crema… se va a perder todo. Y el pan de anoche, si no lo enfriamos bien, no dura.
Valeria sintió el pánico burbujear. Un técnico tardaría horas, quizás un día entero en aparecer y en diagnosticar una reparación costosa que podría ser solo un parche. No podía arriesgarse a más días de pérdidas. La decisión fue rápida y dolorosa : necesitaban un refrigerador nuevo, y lo necesitaban ya .
Llamó a varios proveedores. Uno de ellos, milagrosamente, tenía un modelo industrial disponible y aceptaba crédito con una entrega inmediata . Era una deuda más, una presión más sobre los frágiles números del café, pero era la única solución.
El refrigerador llegó en tiempo récord, imponente en la entrada. Pero con él, un nuevo obstáculo: no podía conectarse inmediatamente . Los electricistas de la empresa explicaron que requería una instalación especial, un voltaje diferente al antiguo, y solo podrían enviar a alguien al día siguiente a primera hora.
Un día sin refrigeración, con un equipo nuevo esperando ser conectado. Significaba seguir perdiendo productos y dinero, incluso después de haber invertido en la solución.
No era el único inconveniente. El sistema de cobro con tarjeta empezó a fallar intermitentemente. Los clientes, acostumbrados a la rapidez, se impacientaban. Una señora mayor, después de tres intentos fallidos, se fue murmurando que "Teresa nunca tuvo estos problemas". El dinero en efectivo no era suficiente para cubrir las compras de los proveedores, y la deuda del nuevo refrigerador ya pesaba.
Y como si el universo conspirara para poner a prueba su plantilla, la entrega de café y azúcar de su proveedor principal se retrasó , sin explicación. La panadera, que siempre ponía dos azucaritos sin que se lo pidieran, tuvo que racionar las pocas bolsas que quedaban. Las tazas de café empezaban a salir menos dulces de lo habitual, y las quejas, aunque tímidas, no tardaron en llegar.
Valeria se encontró corriendo de un lado a otro: consolando a la panadera, pidiendo disculpas a los clientes por la máquina de tarjetas, intentando localizar al proveedor de café, y sintiendo cómo el cansancio se instalaba en sus huesos. La energía de la reapertura empezaba a chocar con la dura realidad de la gestión diaria. La compra obligada del refrigerador, lejos de ser una solución inmediata, se había convertido en un problema más que resolver.
Editado: 28.06.2025