Valeria: manual para no rendirse

Capítulo 33: El accidente fue pequeño. Pero me acordé de que no estoy sola

El accidente fue pequeño. Un instante, apenas. Un “no pasa nada” que se sintió como un “y si sí”.

Valeria había salido al baño. Tres minutos. Cuatro, quizás. Al volver, encontró a Jimena en la cocina, empujando una banqueta con una determinación tan fuerte como peligrosa.

—¡Jimena!

La niña se detuvo. Sostuvo la cuchara como si fuera una espada. A sus pies, la olla de leche hervida tambaleaba al borde del desastre.

—Solo quería hacer chocolate. Como tú.

Valeria la abrazó sin decir nada. Por fuera, todo estaba bien. Por dentro, el miedo le apretaba el pecho como un cinturón mal puesto.

Esa noche, en lugar de cerrar el café con su típica frase —“gracias, hasta mañana, tribu”—, Valeria dijo otra cosa.

—Necesito ayuda.

El murmullo se apagó.

—Necesito una mujer buena. Una que quiera cuidar a una niña curiosa. Alguien con paciencia, con tiempo… y con ganas de no dejarla sola.

Las palabras se quedaron colgadas como ropa húmeda.

Y entonces, alguien se levantó. No rápido. No seguro. Como quien no ha hablado mucho en los últimos días.

Se llamaba Ángela. Tenía un bolso floreado y un abrigo que parecía abrigar más recuerdos que frío. El cabello blanco recogido con un clip azul. Y ojos… ojos que veían con ternura reservada.

—Yo podría. Si quieres.

Valeria la miró. Jimena también. Carla dejó de barrer y Mateo levantó la vista desde la barra.

—¿Usted? —preguntó Valeria—. ¿Por qué?

Ángela se encogió de hombros.

—Porque tengo tiempo. Porque mis hijos viven en Canadá. Y mi exesposo también. Allá hace frío. Mucho. Y hay que estar encerrado todo el día. Pero yo soy de sol. Y tu niña… bueno, parece necesitar una señora que sepa hacer chocolate sin que todo se incendie.

Jimena soltó una risa, tímida. Valeria también.

—¿Y qué pediría a cambio?

—Pan. Café. Una mesa cerca del sol. Y una niña que me hable.

Valeria se quedó en silencio.

—Ella juega con muñecas —dijo—. Pero no siempre juega a cosas felices. A veces… juega a que una está quemada. A que ella la cura. Me da miedo. No por el juego. Sino por lo que guarda dentro.

Ángela no pareció sorprendida.

—Las niñas que juegan a curar muñecas... son las que más necesitan ser cuidadas.

Valeria tragó saliva.

—¿Quiere conocerla?

—Quiero quererla.

La presentación fue tímida. Jimena ofreció una galleta rota. Ángela ofreció una historia sobre un gato con nombre de sandwich.

Y en cinco minutos, estaban armando un rompecabezas.

—¿Puedo decirle abuela de chocolate? —preguntó Jimena.

Ángela parpadeó. Valeria contuvo una lágrima.

—Claro, si me dejas serlo.

Esa tarde, mientras cerraban el local, Valeria escribió en su cuaderno rojo:

Manual de mamá para no rendirse :

Cuando no puedas sola, no seas tonta:

pedí ayuda.

No todo lo bueno tiene que doler.

A veces, lo mejor llega envuelto en abrigo viejo y olor agradable.




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