Kafka fue el primero en notarlo.
Estaba sentado con dignidad sobre una de las alfombras recicladas del rincón de lectura, con una expresión que oscilaba entre el escepticismo filosófico y la sospecha callejera. Cuando Mateo entró al café esa mañana, el perro dio un ladrido corto, como quien dice: "Hoy algo raro va a pasar".
Valeria no estaba. Carla le explicó que había salido a resolver un tema de proveedores y que volvería más tarde. Mateo se encogió de hombros, dejó una caja con libros infantiles en la estantería y se puso a organizar el rincón de los cuentos. Kafka, en cambio, siguió olfateando el aire como si esperara a alguien que no era su dueña.
A las 11:12 a.m., la puerta se abrió y él apareció.
Andrés.
Con esa chaqueta de cuero que parecía no haber evolucionado desde 2014, el pelo más ordenado que sus intenciones y la mirada inquieta de quien busca algo que ni él mismo entiende del todo. Kafka soltó un gruñido bajo. Mateo lo entendió.
—Hola —dijo Andrés.
—Está ocupada —contestó Mateo, sin levantar la voz ni la ceja.
—No vengo por ella.
Mateo se incorporó, dejó el libro que tenía en la mano sobre la mesa y se acercó, despacio. Kafka se puso entre ambos, como una coma firme entre dos frases que no deben unirse todavía.
—Entonces, ¿vienes por Jimena? —preguntó.
—Sí.
Silencio. De ese que se escucha más fuerte que cualquier música ambiental.
La escuela está a pocos metros. Carla los interrumpe sólo para decir: "Van a soltar a las niñas en cinco minutos". Mateo asiente. Andrés se acomoda contra una columna. No se miran. Kafka observa todo desde el suelo, como un juez imparcial pero impaciente.
Y entonces sale ella. Jimena.
Corre hacia ellos con la mochila medio abierta y el lazo del zapato suelto. Cuando ve a ambos hombres, suelta una exclamación que parte el aire en dos.
—¡Están los dos! ¡Y Kafka!
Se tira sobre el perro, lo abraza y luego reparte sonrisas como caramelos en cumpleaños.
—¿Vinieron a buscarme los dos? ¿Vamos a pasear todos juntos? ¡Como familia!
Los hombres se miran. Mateo habla primero.
—Solo vine a dejar libros.
—Y yo solo vine a verte —dice Andrés. Y lo dice mirándola directo a ella, no a Mateo.
Jimena toma a Kafka por la correa, como si fuera el lazo mágico que mantiene todo unido.
—Vamos al parque. Les contaré lo que hice hoy. Kafka, también tú escuchas.
Caminaron los tres por la vereda, Jimena en medio, Kafka con el pecho inflado de importancia. Mateo y Andrés iban a los costados, sin hablar demasiado. Hasta que, ya cerca del café, Andrés rompió el silencio.
—No vine por Valeria —dijo—. Vine por Jimena.
Mateo se detuvo un instante. Lo miró de lado.
—No estoy aquí para reemplazarte. Pero tampoco pienso retroceder.
Jimena giró la cabeza sin dejar de caminar y les dijo con total convicción:
—Ustedes no se peleen. Mamá dice que los adultos también deben aprender a compartir.
Kafka soltó un ladrido corto. Nadie supo si fue risa o sentencia.
Cuando volvieron al café, Carla los recibió con una ceja levantada y una bandeja de galletas.
Mateo se despidió con una caricia a Kafka y una mirada a Jimena.
Andrés se quedó unos minutos más, mirándola pintar una hoja con crayones.
Y en la esquina de la hoja, sin que nadie le dijera, Jimena escribió:
"Hoy vinieron mis dos casi papás. Y todos estuvimos bien."
Nadie dijo más. Pero todos supieron que ese día había cambiado algo.
Editado: 28.06.2025