—¿Está bien si dibujo otra vez nuestra casa? —preguntó Jimena, con una sonrisa que apenas cabía en su cara de ocho años.
Valeria apenas tuvo tiempo de responder. Jimena ya estaba con las crayolas, el bloc de hojas, y su plan de arquitectura familiar extendido sobre la mesa del café. Una casa. Un perro. Una niña. Una mamá. Dos papás. Y un sol con pestañas.
La vida, en crayón, parecía tan sencilla.
Pero no lo era.
Andrés había venido por tercera vez esa semana. Siempre con algo hecho a mano. Pan casero (esta vez, sin quemar), un dibujo que él y Jimena colorearon juntos, y una libreta donde empezaba a escribir ideas para pasar más tiempo con su hija. Incluso había preguntado si podía llevarla al parque un sábado.
—Me la quiero ganar, día a día —le dijo a Valeria la tarde anterior—. No con regalos ni discursos. Con presencia. Con rutina.
Y Mateo, como siempre, estaba. No intentaba competir. Solo hacía espacio.
Aquella noche, mientras fregaban las tazas del cierre, Valeria y Mateo compartieron el silencio más cargado de significado de los últimos tiempos.
—¿Estás bien con todo esto? —preguntó ella, sin mirarlo directamente.
Mateo terminó de enjuagar una taza, la secó y se apoyó en la mesada.
—No estoy compitiendo, Valeria. Solo estoy... en lo que me sale natural. Estar.
Silencio.
—Te juro que si alguna vez pensás que me estoy colando donde no debo, decímelo. Me voy sin rencor.
—No quiero que te vayas —dijo ella, por fin, mirándolo—. Solo tengo miedo. De todo. De que Jimena se confunda. De elegir mal. De herir a quien no lo merece.
—Entonces no elijas todavía —dijo Mateo, con la voz más suave del universo—. No hace falta. Solo seguí siendo vos. Lo demás se acomoda.
Esa semana, en la Casa de la Tribu, Jimena le preguntó a Ángela:
—¿Se puede tener dos papás y ninguno se pone celoso?
Ángela, que estaba preparando galletas simbólicas con cuatro niñas sentadas a su alrededor, se quedó pensando.
—Sí. Si entienden que no son rivales. Que vos no sos un trofeo, sino una niña que necesita amor desde distintos ángulos.
Jimena asintió con seriedad.
—Yo no soy trofeo. Soy tribu.
Y todas aplaudieron. Sin saber bien por qué. Solo porque sonaba justo.
Esa tarde, Valeria escribió en su libro rojo:
Lección 34: El amor no es una silla. No hay que sacar una para que otro se siente.
Estamos acostumbradas a pensar que solo hay espacio para una forma de afecto, un solo tipo de familia, un solo amor verdadero. Pero no. El corazón se expande si no lo encogés por miedo.
Mi hija me enseña a diario que el amor se mide en permanencia, no en exclusividad. Y yo aprendo, con cada taza que lavo, con cada pan que sale mal o bien, que todo lo que se cuida con constancia florece.
No estoy lista para elegir. Pero sí para seguir caminando. Con los que se queden, sin pedirme que sea otra cosa que yo misma.
Esa noche, alguien del grupo de WhatsApp de madres propuso una cena en la Casa de la Tribu. Una idea espontánea, sin fines de lucro, sin agendas ocultas. Solo compartir. Llevar algo. Cantar. Reír.
Valeria lo leyó mientras se preparaba para dormir. Se quedó mirando la pantalla, con los dedos sobre el teclado, sin escribir.
—¿Qué harías vos, Teresa? —murmuró.
La foto enmarcada de la antigua dueña del café parecía sonreírle con esa complicidad de quienes entienden el corazón de los demás.
Finalmente escribió:
“Llevo pan. Casero. Pero esta vez, lo hice con ayuda.”
Y Andrés y Mateo leyeron ese mensaje.
Y ambos sonrieron.
Porque sabían lo que significaba:
No ganar. No perder. Solo compartir.
Editado: 28.06.2025