El domingo llegó como una resaca después de una noche sin alcohol: pesado y lleno de promesas. Jimena, ajena a mis dramas económicos, estaba feliz. Para ella, cargar bolsas llenas de ropa era una aventura, y yo, su expedicionaria personal en la jungla de las colonias. Me até el moño, me armé de paciencia y cargué la primera de esas bolsas donadas al coche, que ya protestaba hasta el arranque.
—Mamá, ¿con la venta de esta ropa le compraremos ropa a mis muñecas? —preguntó Jimena, con su lógica infantil aplastante.
—Para hacer algo de dinero, cariño. El pato ya tiene su uniforme de heladero.
No era mi imagen ideal de emprendedora, lo admito. Mi sueño de cafetería-librería no incluía regatear el precio de una camisa usada con olor a naftalina. Pero Jimena necesitaba unos zapatos nuevos, y yo necesitaba dejar de sentirme como un billete arrugado.
La primera colonia era un laberinto de casas humildes y niños correteando. El sol de mediodía pegaba como cachetada de suegra. Golpeamos puerta tras puerta. La mayoría, con una sonrisa cansada, decía lo mismo: "Hasta que pague la quincena, mija". O "Gracias, pero mis hijos tienen lo justo". No era un "no" grosero, sino un "no" de realidad que me pesaba en el alma.
Estaba a punto de tirar la toalla cuando Jimena vio a una señora mayor regando sus plantas. Tenía los ojos amables y una sonrisa que me recordó a las galletas de la abuela.
—¡Hola, abuelita! —gritó Jimena.
—Hola, pequeñas. ¿Buscan algo? —dijo la señora.
—Vendemos ropa usada, señora —dije, sintiendo la vergüenza como un lunar que me había salido en la frente.
La señora, que se presentó como Mercedes, revisó las bolsas con curiosidad. Quería un par de blusas, pero nada le quedaba. Demasiado pequeñas. Demasiado juveniles.
—Ay, jovencita, si yo tuviera la edad de esas camisas… —rió Mercedes—. Pero te ofrezco un café. Se te ve cansada.
¿Café? Esa palabra era mágica para mi. Soy adicta al café y a las conversaciones con una taza humeante en la mano. La resistencia fue inútil. En su pequeña cocina, con el aroma a café recién colado, le conté que era mi primer día, que no podía cargar todas las tallas, pero que tenía en mi casa y podría regresar otro día. Además que entre la ropa había zapatos, cinturones, bolsos… y que todo era un caos.
Mercedes me miró con una compasión que no esperaba. —Mira, yo vivo sola. Mis hijos ya se casaron, el garaje está vacío. Si quieres, puedes guardar aquí una parte de tu mercancía. Así tienes de todo y está accesible.
Mi corazón dio un vuelco. —¿Cuánto costaría eso? —pregunté, ya imaginando una renta por un garaje.
—Nada, mi vida. Lo tengo vacío. Tus cosas no estorban. Pero me traes cuando puedas a esta nietecita que no sabía que tenía.
Las tres nos reímos. Jimena siempre soñaba con tener abuelitos como sus compañeros de colegio.
Salí de su casa con la cabeza dando vueltas. Un garaje. Sin costo. ¿Era posible que existiera gente así? Dejé a Jimena jugando en el patio de Mercedes con la promesa de regresar, y volví a la calle, el sol ya no pegaba tan fuerte. La confianza de Mercedes me había inyectado una energía que no sabía que tenía. Hice tres ventas más, pequeñas, pero suficientes para sentir que el día no había sido en vano. Jimena tendría sus zapatos, aunque fuera más tarde.
Decidí probar suerte en otra colonia, una con casas más grandes, con menos "no tengo dinero". Mi esperanza era alta. Pero allí, en lugar de comprar, la gente me miraba con una mezcla de curiosidad y lástima.
—¿Vendes ropa usada? Ay, no, nosotros siempre donamos lo que ya no usamos. Si quieres, tengo unas bolsas en el carro, te las regalo.
Salí de esa colonia con más ropa de la que llevaba. Una mezcla de frustración y gratitud. Lo que había vendido apenas cubría la gasolina. Pero no importaba. Lo importante era el volumen.
Volví al garaje de Mercedes, que me recibió con su sonrisa dulce.
—¡Mira todo lo que me han regalado! —dije, casi sin aliento, vaciando las bolsas.
Entre blusas de marca y pantalones casi nuevos, apareció algo que me hizo dar un salto de emoción. ¡Un vestido que me quedaba perfecto! Y unas zapatillas de deporte talla de Jimena, ¡nuevas! Mercedes encontró una chaqueta que le quedaba como un guante. Las tres, allí en el garaje vacío, saltamos y reímos como si hubiéramos ganado la lotería. Mercedes me dio cena, la mejor que había comido en días.
Fue un día sin ingresos, sí. Pero no sin ganancias. Había encontrado una aliada, un espacio, y una chispa de esperanza que valía más que cualquier billete. Había encontrado potencial.
Manual de Mamá.
Hoy aprendí que el valor de un día no siempre se mide en lo que ganas, sino en lo que encuentras. A veces, la mayor riqueza se esconde en los lugares más inesperados y en la amabilidad de un desconocido.
No te limites a lo obvio. Si no puedes comprar, vende. Si no tienes nada para vender, busca a alguien que te done lo que le sobre. Cada puerta que se cierra te empuja hacia una que quizás te ofrezca un tesoro distinto al que buscabas. Pero tienes que salir a buscar; en casa, será difícil que llegue solo.
Pasos para reconocer el potencial oculto:
Editado: 28.06.2025